CONTRA EL AFÁN (Y LA UFANÍA) Domingo decimoctavo ordinario
- Categoría: EVANGELIO DOMINICAL (P. José Mária Yague)
- Publicado: Martes, 27 Julio 2010 17:37
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Uno se pregunta cómo pudo entrar en el Canon de las Sagradas Escrituras un libro tan demoledor y nihilista, tan escéptico y relativista como el Eclesiastés o Qohelet, de cuyo principio está tomada la primera lectura de hoy. Y, sin embargo, ahí está y forma parte de los libros sapienciales, es decir, de los que nos trasmiten la sabiduría de Dios.
El Eclesiastés o Qohelet no es un libro para pacatos o conservadores de los valores tradicionales. Es moderno, mejor, posmoderno. Para él, todo es vanidad: la sabiduría, el placer, el esfuerzo humano, las riquezas, los deseos... Una vida llena de éxitos no lograría eludir “el tiempo de la calamidad”. Ni siquiera la modernísima y autocomplaciente ciudad de Barcelona se ve libre del mayúsculo apagón. Felizmente no ha habido víctimas, y por ello produce más sonrisas que cabreos (aunque algunos andan muy cabreados). Salvadas las distancias en sus consecuencias, este “glorioso apagón” viene a ser para el tecnificado hombre del s. XXI como el terremoto de Lisboa para el hombre ilustrado del s. XVIII. No digamos nada del derrumbe del puente sobre el Mississipi en los mismísimos EE.UU. de América. Y dan toda la razón al Qohelet.
Si este libro no estuviese inspirado, habría sido puesto hace tiempo en el Índice de libros prohibidos. Pero sobre todo hoy cuando la mayor preocupación de la Jerarquía Eclesiástica es el relativismo. Pues si no quieres relativismo, toma del frasco: “Todo es vanidad (es decir, vacuidad, inutilidad, nada) y atrapar vientos”. Todo, excepto el comer y el beber, el disfrutar de cada día, que eso sí es don de Dios. Posmodernidad en estado puro.
Claro, si quitamos lo del “don de Dios”, que ahí reside la diferencia. Permanece y vale lo que se considera don de Dios, que son precisamente las pequeñas cosas y los disfrutes de cada día. Lo que se opone a esos dones de Dios parece el afán de engrandecimiento, los deseos insaciables. E implícitamente el ufanarse adscrito indisolublemente a los delirios de grandeza. Pero es que, además, dos de los sentimientos más negativos y destructores del equilibrio y la paz del ser humano, que son el miedo y la culpa, provienen del afán. El miedo tiene su origen, en gran medida, en el riesgo de no alcanzar el objeto del deseo o de perderlo una vez alcanzado. Y la culpa se origina porque no se hizo lo suficiente para alcanzar el éxito proyectado y deseado.
Dicho más simplemente: el Qohelet y su famoso proverbio “vanidad de vanidades y todo vanidad” que hoy leemos en la Liturgia es una cura frente al afán y una denuncia de los afanosos.
Pero es que el Evangelio de hoy no anda lejos de estos planteamientos tan radicales y extraños a los bien-pensantes y a los lugares comunes de la predicación moralizante al uso. ¿Qué nos enseña Jesús en el Evangelio de hoy? Pues al fin, algo muy simple: “guardaos de toda clase de codicia”. Que no es muy distinto de lo que ya nos había enseñado cuando dijo la parábola del sembrador: el afán de las riquezas y la seducción de los placeres o las preocupaciones del mundo es lo que impide dar fruto a la semilla. Claro que en el contexto de hoy se trata de la codicia de bienes materiales. Pero ¿no es codicia también el afán de conocimientos, de perfección, de sabiduría y hasta de santidad? Cuando todo esto se busca para tenerlo como propiedad personal, ¿no termina encerrando al ser humano en sí mismo y en su autocomplacencia? No haríamos mal en preguntarnos si la pretensión eclesiástica de estar en la posesión de la verdad absoluta no choca contra lo revelado en el Qohelet y en el evangelio de hoy: la sencillez y la confianza del hombre que se fía de Dios y goza de sus dones en el día a día, sabiendo que cada día tiene su propia preocupación.
Si suprimimos el afán de la vida humana, ¿no correremos el riesgo de caer en el escepticismo paralizador, en la acedía (pereza, flojedad, tristeza, angustia), y finalmente en la depresión? Pues, sí. Éste es el riesgo y éstas son enfermedades de nuestro tiempo.
Pero existe el antídoto: “buscad los bienes de arriba”. Que por sí solos no se buscan con afán, sino con paz. Y no con ufanía sino con humildad. ¿Cuáles son esos bienes? Los que no se poseen, pero se buscan en la identificación con Jesucristo itinerante, camino de la Cruz y de la gloria que recibe del Padre. “Revestíos del hombre nuevo que se va renovando a imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo”. Eso sí es valioso y perdurable.
Una constatación final que es, a su vez, el final de la segunda lectura: “en este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres”. ¡Huy, qué difícil! La mirada limpia sobre el joven o la joven que pasa de todo lo que para mí es valioso, sobre el que está a la puerta tan feliz jugando con sus hijos o sus nietos mientras yo voy a celebrar la misa, sobre el emigrante que llega para desestabilizar mi situación y mi intimidad lograda con tanto sacrificio y trabajo... por ahí anda seguramente esa trascendencia imposible y esos valores absolutos y perennes, que tanto se predican en abstracto y que por eso nos separan de lo cotidiano y de la vida misma.
(Nota: si alguno no se siente a gusto con esta reflexión no se preocupe. Quizá también ella es vanidad de vanidades y atrapar vientos. Acomódela o tírela a la papelera. Yo tendré que acomodarla bastante a mi gente para decírselo el domingo. Y si cayera en manos de algún obispo, que pida por la conversión de este pobre cura viejo intoxicado también de relativismo. Pero de un relativismo que parece encontrar su fuente misma en las escrituras inspiradas.). (Los espantapájaros que siguen son de Sieger Köder).
ª “Todo es un sinsentido total”. “Todo es perecedero. Realizad vuestra salvación con diligencia”. Buda.