MISERICORDIA, SEÑOR Domingo 24 ordinario, 12 de setiembre de 2010
- Categoría: EVANGELIO DOMINICAL (P. José Mária Yague)
- Publicado: Viernes, 10 Septiembre 2010 00:00
- Visto: 2007
MISERICORDIA, SEÑOR
12 de septiembre de 2010
Las tres parábolas de hoy han sido infinitamente contadas y representadas en los iconos clásicos porque, como adelantaba el domingo pasado, expresan el mensaje central de Jesús: tenemos un Dios que es Padre misericordioso.
Quiero fijarme sólo en un par de detalles, en lo que es común a las tres parábolas. Pero antes, si vamos a hablar del perdón de los pecados, hay que decir una palabra sobre el pecado, que también ha venido a ser una palabra extraña en el imaginario y el lenguaje actuales. El pecado es el desamor, es la mayor de las carencias. El pecado no es hacer cosas malas: es hacer u omitir por falta de amor. Ese desamor va produciendo una cada vez más extensa y opresiva insensibilidad frente a la necesidad o el sufrimiento de las criaturas de Dios.
Es muy curioso, pero no casual, que en las tres parábolas el pecado sea descrito con la categoría de “perdición”. El pecador es la moneda perdida, la oveja perdida, el “hijo que se había perdido”. ¿Cómo podría expresarse mejor que con este único adjetivo la situación del hombre en pecado? Lo que se ha perdido no cumple su función, al no estar donde tiene que estar se ha vuelto inútil. El hijo que se marchó de la casa por falta de amor al padre, al hermano, a sus raíces (la tierra donde nació, en la que creció y de la que vivió) se pierde en un país lejano. No está perdido sólo para los seres queridos. Es que ha perdido su propia identidad. Él mismo, el hijo, está dispuesto a declararse siervo, criado. Y al necesitar alimentarse de las bellotas que comen los cerdos, se asimila a éstos.
La salvación, por eso, viene a ser descrita con una misma palabra en las tres parábolas: el encuentro. La mujer encuentra la moneda. El pastor encuentra la oveja. El padre y el hermano mayor han encontrado al que estaba perdido. El encuentro es el motivo de la fiesta. La fiesta, el banquete, el regocijo con familiares y vecinos y amigos es el resultado inevitable del encuentro. Por eso Jesús come y se goza con los publicanos y los pecadores. Eso es lo que no entienden los fariseos y escribas, los que andan o andamos amarrados a las leyes, pero no gozamos con el encuentro amoroso con aquellos que o se han perdido o fácilmente pueden perderse por el encierro en sí mismos y el desamor.
Pero también las parábolas nos dicen que la salvación, la plenitud humana no termina en el perdón del pecado. Es eso y mucho más. Incluye la rehabilitación de la persona: el vestido, el calzado, el anillo. Es devolver la condición de hijo al que estaba dispuesto a declararse criado. Pero es también reunir las monedas, dejar a la oveja junto a las otras en el redil, incluir en la fiesta al hermano que no se goza con el encuentro del otro hermano. La salvación es participar en el banquete, en la mesa del Padre, es gozar de la vida de Dios. “Todo lo mío es tuyo”.
Siendo así las cosas, que lo son, ¿por qué tanta resistencia a acogerse a la misericordia del Padre? La respuesta vendría más de la Psicología que de la Teología. P He aquí algunas resistencias que conozco desde dentro:
1. El orgullo autosuficiente. Queremos salvarnos por nosotros mismos, hacernos dioses. Y en la sociedad moderna, más. Pero es la tentación primera: ser dioses, hacernos autónomamente. Que es la negación de la verdad primera: necesitamos de todo y nos tiene que ser dado: el agua, el sol, el aire que respiramos. Nacemos del amor y crecemos por el amor que nos dan. Cuando nos embutimos en nosotros mismos, no hay salida al amor, nos resistimos a acoger la misericordia.
2. La vergüenza de pasar por frágiles e imperfectos. Conocer y reconocer la propia condición, que es el principio de la sabiduría, es realmente asunto de sabios. Y éstos son pocos. En esa vergüenza radica la dificultad de la confesión, que tan buenos efectos terapéuticos tiene cuando se da con un buen confesor. A falta de ellos, quedan los psiquiatras, esos confesores que resultan bastante más caros.
3. La falsa y tramposa seguridad de que el cambio ya es imposible. Aquí nos engañamos de medio a medio: como ya no es posible realizar el ideal que soñé, como ya no voy a ser lo que quise ser... entonces, ¿para que cambiar? Si además lo intenté muchas veces y todo siguió igual... En el fondo, otra vez el yo. No dejamos nuestros asuntos en manos del que es misericordia y del único que puede devolvernos a SU DESIGNIO ORIGINAL, NO AL NUESTRO.
En definitiva, la resistencia a acogerse a la misericordia es una burda mentira, todo un nudo de trampas, que sólo Jesús puede desatar. Por eso come con pecadores. Y nos invita a hacer lo mismo. ¿Seguimos en la Iglesia este comportamiento?