NO PODÉIS SERVIR A DIOS Y AL DINERO Vigésimo quinto domingo ordinario. Ciclo C
- Categoría: EVANGELIO DOMINICAL (P. José Mária Yague)
- Publicado: Viernes, 17 Septiembre 2010 00:00
- Visto: 2246
NO PODÉIS SERVIR A DIOS Y AL DINERO
Vigésimo quinto domingo ordinario. Ciclo C
¿Queremos realmente disfrutar de “una vida tranquila y apacible con toda piedad y decoro”? Ese es el modelo de la vida buena, de la vida dichosa de la que hablaban los filósofos de la antigüedad clásica y que ha servido como pauta de felicidad para muchas buenas y sencillas gentes de una no tan lejana sociedad rural. Heydi, La casa de la pradera, Bonanza (entre otras) eran series televisivas que apuntaban en esa dirección. Y gustaban. Aunque es verdad que ya para entonces hacía furor Falcon crest.
Aquel modelo de felicidad ha sido sustituido por otros en los que la velocidad, la nocturnidad, los cambios con sus aceleraciones y frenadas muy bien representados por las carreras de fórmulas 1 y grandes premios de motos, los records, aunque sea a costa de dopajes y trampas mil, y el dinero, sobre todo, ocupan las preferencias.
Y precisamente del dinero nos hablan los evangelios de este domingo y del siguiente. Con dos parábolas, la del administrador inicuo pero inteligente, y la del rico ostentoso y Lázaro. Ambas conforman el capítulo 16 de Lucas, evangelista que dedica más espacio que ninguno a la cosa económica.
No es fácil hablar de moral económica. Cuando se plantean las grandes diferencias entre ricos y pobres, entre sociedades opulentas y sociedades indigentes, enseguida surgen dos posturas irreconciliables, que más o menos se expresan con estos dos tópicos:
1. Los pobres son pobres porque son indolentes o corruptos. Los países pobres tienen potencialmente grandes riquezas (lo que es cierto en muchos casos) pero sus dirigentes son muy corruptos y el pueblo indolente y perezoso. .
2. La riqueza de los ricos es a costa de la pobreza de los pobres. No hay pobres sino empobrecidos. La explotación (colonialismo político sustituido después por el colonialismo económico) es la causa única de la pobreza de los pobres. El crecimiento económico del Norte sólo es posible por el aprovechamiento de los recursos, la mano de obra barata y la apertura de mercados en los países pobres del Sur.
Seguro que en los dos tópicos hay algo de verdad y ambos extremos concurren al establecimiento de esta situación ciertamente contraria al designio de Dios y que no permite la “vida buena” de nadie, aunque sí conlleve la “buena vida” de unos y el gran sufrimiento y la muerte de otros.
La parábola de hoy no nos permite situarnos en la perspectiva de ninguno de los tópicos, entre otras cosas porque es antitópica. Nada menos que Jesús alabando a un administrador inicuo, ladrón, desaprensivo y aprovechado. Pero el asunto es que no se le alaba por ninguna de esas cosas sino por su inteligencia y sagacidad.
Lo que nos obliga a plantearnos que, en asuntos de dinero, no basta con la buena intención y las buenas voluntades. Hay que ser sagaces. Lo que no es frecuente entre los eclesiásticos. El “buenismo” no es suficiente y suele acarrear fatales consecuencias, cuando no va acompañado de la previsora e inteligente gestión de los bienes. Confieso que personalmente ando generalmente envuelto en perplejidades sobre el uso del dinero. Cuando (por familia o por otros cauces) se me pega alguna cantidad cuya posesión no me parece compatible con criterios evangélicos, lo resuelvo librándome de esa carga, ofreciéndolo a quien me parece que puede gestionarlo mejor que yo. Pero eso es cómodo y probablemente insuficiente. Por otra parte, en los pequeños asuntos de cada día tiendo a gastar lo menos posible, con lo que a veces me veo a mí mismo como tacaño, sin saber disfrutar con alegría de los bienes que están en mis manos.
Cuento esto porque, insisto, la “res económica”, el asunto dinerario es muy complicado y hay que saber huir tanto del derroche como del acaparamiento y. por encima de todo, de actitudes desaprensivas como de la codicia.
Las aplicaciones prácticas de la parábola, que se limita en sí misma a exigirnos responsabilidad e inteligencia, ofrecen dos linternitas encendidas que se me ocurren prácticas y sumamente aprovechables para el quehacer de cada día:
• “Haceos amigos con las riquezas injustas”. El adjetivo parece suponer que en toda riqueza, en toda acumulación hay cuando menos algo de mal habido, de injusto. Sin entrar en polémicas sobre lo adjetivo, lo que parece más sustantivo es que con los dineros podemos hacernos amigos para cuando necesitemos buenos intercesores. Nada que ver con el soborno, el uso de influencias o los regalos interesados. Se trata de favorecer a quienes no pueden pagar ni devolver el favor. En la línea de aquello tan agudo que decía –más o menos- S. Juan de Dios: “haceos favor a vosotros mismos dando limosna”.
• “Nadie puede servir a Dios y al dinero”. Y aquí está la clave de todo. Cuando nuestra seguridad, nuestra “vida buena”, la apacibilidad de la dicha y la bienaventuranza se han colocado en el dinero, ése es el Dios a quien se sirve, más o menos conscientemente, y eso es idolatría. La peor de las idolatrías y la más funesta porque termina por privar a muchos hijos de Dios de los bienes que fueron creados por el Padre común para ellos.