Creo en el Señor de los Milagros (P. Matías Siebenaller)

Señor de los MilagrosCREO EN EL SEÑOR DE LOS MILAGROS (Por: P. Matías Siebenaller) Creo en el Señor de los Milagros. Así, este artículo de fe no figura en el Credo. Así, no está en el Catecismo. Así, la mayoría de los cristianos en el mundo no lo profesan. Sin embargo en el Perú, e inclusive más allá de sus fronteras, este artículo de fe reviste cierta obligatoriedad. ¿Cómo ser católico en el Perú y no ser devoto del Señor de los Milagros? ¿Cómo recordar la historia del Perú y no ver que la devoción al Señor de los Milagros “encaja” en ella? ¿Cómo entender y defender a los pobres del Perú y no verlos en la procesión del Señor de los Milagros? ¿Cómo hablar de nueva evangelización y no encontrar elementos de la misma en la devoción al Señor de los Milagros?

Tratemos de justificar estas preguntas embarazosas.

Los milagros del Señor

Con sonrisa nos decía mi profesor de Escritura Santa: “El que no cree en los milagros, es un hereje y el que cree demasiado en los milagros, es un necio”. Era su introducción a la reflexión sobre los milagros en la Biblia.
Según la manera de pensar de muchísima gente, culta y no tan culta, el milagro es un hecho maravilloso, extraordinario, sin explicación racional y se debe a una intervención divina. Cantidad de personas, abrumadas por problemas y desgracias, imploraran un milagro de esa naturaleza. No faltan “gurus” religiosos que llenan estadios con hambrientos de estos milagros.

La Biblia no suele entender los milagros en este sentido moderno. Ciertamente las maravillas de Dios ocupan mucho espacio en los dos testamentos. Con las palabras de prodigios, obras y portentos y signos la Escritura Santa señala en la creación, en la historia de la salvación y en la vida de Jesús y de su Iglesia hechos y sucesos maravillosos que manifiestan la gloria de Dios, su ser y actuar. Los signos milagrosos en la Biblia pretenden despertar la fe, profundizar la fe y convocar en comunidades de fe. 

Los seguidores de Jesús no dudan en afirmar: “Jesús Nazareno fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc 24, 19). Pero, los evangelios sinópticos, ya en sus primeras páginas, nos dicen que Jesús no cayó en la tentación de demostrar su condición de Hijo de Dios con “milagros” de poder, de fama y de riqueza. Inclusive, más de una vez, Jesús toma distancia de quienes lo buscan para ver signos y prodigios y no acogen a él con espíritu de fe (cf. Mt 16, 1-4; Mc 8, 11-12 y Jn 4, 48).

Ahora bien, no cabe duda, numerosas personas, hombres y mujeres con nombre propio, individualizados y localizados, experi-mentan en el encuentro con Jesús una recupe-ración extraordinaria de la salud del cuerpo y del alma. Jesús interpreta sus sanaciones como signos de la venida del Reino de Dios (cf. Mt 12, 28) y, casi siempre, felicita a la persona curada y perdonada diciendo: “Tu fe te ha salvado”. 

Entonces, en el mes morado, busquemos cómo tocar al Señor con la fe de la mujer con hemorragias en medio de la multitud (cf. Mc 5, 25-34). Tengamos la fe, admirada por Jesús, de los que abren un boquete en el techo para descolgar al paralítico y dejarlo frente a Jesús (cf. Mc 2, 1-12). Identifiquémonos con la fe del leproso que suplica a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme” (cf. Mc 1, 40-45). Digamos con fe en la misa la oración del centurión romano: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” (cf. Lc 7, 1-10). No tengamos vergüenza de profesar la fe de la pecadora, que no encuentra palabras y solo tiene lágrimas para pedir perdón (cf. Lc 7, 36-50). Jesús aprueba la fe del publicano al fondo del templo que murmura: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mi que soy un pecador!” (Lc 18, 9-14). Fijémonos en la fe terca del ciego de Jericó (cf. Mc 10, 46-52). La fe tan pascual del “buen ladrón” quepa también en nuestro corazón arrepentido: “Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 39-43).

El milagro de la cruz

En los evangelios, especialmente el de Juan, los signos prodigiosos de Jesús a favor de gente sufrida, gravitan hacia el signo último y definitivo del Salvador, su muerte y resurrección en la cruz. En un texto muy denso y hermoso Aparecida recalca la significación de la “hora” de Jesús, de su pascua: “Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, con palabras y acciones, con su muerte y resurrección, inaugura en medio de nosotros el Reino de vida del Padre, que alcanzará su plenitud allí donde no habrá más “muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo antiguo ha desaparecido” (Ap 21, 4). Durante su vida y con su muerte en cruz, Jesús permanece fiel a su Padre y a su voluntad (cf. Lc 22,42).

Durante su ministerio, los discípulos no fueron capaces de comprender que el sentido de su vida sellaba el sentido de su muerte. Mucho menos podían comprender que, según el designio del Padre, la muerte del Hijo era fuente de vida fecunda para todos (cf. Jn 12, 23-24). 

El misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia y amor al Padre y de entrega por todos sus hermanos, mediante el cual el Mesías dona plenamente aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. 
Por su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone su vida ofrecida en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1 Cor 1, 30). Por el misterio pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva (DA 143).

Lo central en la devoción y en el lienzo del Señor de los Milagros es la cruz del Señor, manantial de vida en plenitud, acontecimiento actual y permanente de salvación para quienes con fe levantan sus ojos hacia la cruz del Señor.
Un pueblo pobre y creyente dio origen a la devoción del Señor de los Milagros. Ese grupo de pobres del barrio de Pachacamilla, en la todavía pequeña ciudad de Lima a mediados del siglo XVII, gente desterrada, con hambre de pan, de dignidad y libertad escogió al Crucificado como aliado, consuelo y esperanza.

Ellos siguen convocando, especialmente en el mes morado, a incontables para que en silencio, con gestos y palabras, señalen al Señor sus heridas, sus enfermedades, sus pecados y sus esperanzas. “Todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres, reclama a Jesucristo” (DA 393).

Publicado en Mar Adentro, octubre 2013

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