Las viudas en la biblia
- Categoría: Hno. Hugo Cáceres Guinet (Mundo Mejor)
- Publicado: Martes, 10 Julio 2012 17:42
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LAS VIUDAS EN LA BIBLIA Cuando encontramos una viuda en las páginas bíblicas debemos tener en cuenta que se trata de uno de los personajes más queridos de Dios: “El Señor arranca la casa del soberbio y planta los linderos de la viuda” (Pro 15,25).
Ellas, en el Mundo Antiguo, eran el símbolo de la dedicación a lo mejor de los valores religiosos de Israel; se dice de la viuda Ana: “Era de edad avanzada, casada en su juventud había vivido con su marido siete años, desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos” (Lc 2,36-37).
Pero además en una sociedad que desconocía la jubilación y el seguro social, las viudas estaban en completo desamparo, por lo tanto su confianza en Dios y en la misericordia de sus hijos eran sus únicos sustentos: “Dios grande, fuerte y terrible, no es parcial ni acepta soborno, hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al inmigrante, dándole pan y vestido” (De 10,7-18).
La viuda no recibía la herencia del marido, la herencia era depositada en manos del hijo mayor, en consecuencia la viuda - terminado el período de depen-dencia del marido - comenzaba una etapa de dependencia del hijo, con todas las consecuencias de postergación social que esto implica: vivir en casa del hijo, ser una mujer de segunda categoría, continuar trabajando para la esposa del hijo, etc.
Viudas ilustres de la Biblia son la mujer de Sarepta que, a pesar de su pobreza, alimentó y hospedó al profeta Elías (1 Re 17) y cuyo hijo fue devuelto a la vida; muy similar al caso que narra Lucas sobre la viuda de Naím, cuyo “único hijo” volvió a la vida por la misericordia de Jesús (Lc 7).
Para ilustrar la perseverancia en la oración, Jesús recurrió a la imagen de una viuda insistente que incomodó al juez inicuo para que le hiciera justicia (Lc 18,3-8) tal como las viudas peruanas que con las fotografía de sus maridos desaparecidos nos recuerdan insistentemente la etapa de nuestra historia reciente.
La más memorable de todas fue la viuda a quien Jesús puso como perfecto ejemplo del discípulo cristiano, aquel que da todo lo que tiene por pobre que sea: “Llegó una viuda pobre y echó unas moneditas de muy poco valor. Jesús llamó a los discípulos y les dijo: Les aseguro que esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos los demás. Pues todos han dado de lo que les sobra; pero ésta, en su pobreza, ha dado cuanto tenía para vivir” (Mr 12,42-44).
La iglesia primitiva continuó con la tradición misericordiosa de Israel de atender a las viudas como un deber religioso.
Las comunidades cristianas debieron proveer el sustento a las viudas y se establecieron listas de las beneficiadas: “En la lista de las viudas debe estar sólo la que haya cumplido sesenta años, que haya sido fiel a su marido, que sea conocida por sus buenas obras: por haber criado a sus hijos, por haber sido hospitalaria, lavado los pies a los consagrados, socorrido a los necesitados, por haber practicado toda clase de obras buenas” (1Ti 5,9-10).
Esta obligación social fue tan esencial para la definición de lo que ser cristiano significaba que el sensato apóstol Santiago la representó en esta simple ecuación: “Una religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad y en no dejarse contaminar por el mundo” (Sant 1,27).