UN CANTO A LA LIBERTAD Domingo décimo tercero ordinario

UN CANTO A LALIBERTAD

Domingo décimo tercero ordinario

 

“Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”

Libertad es el grito de la Modernidad. Desde los pueblos más pequeños y oprimidos a los grandes foros internacionales, desde los niños a los ancianos, todo el mundo reclama libertad. Libertades y derechos, he aquí la panacea universal. Se olvidaron la igualdad y la fraternidad del ampuloso lema de la Revolución Francesa.

Sí, libertad, pero ¿qué libertad? ¿La de los pueblos ricos para seguir explotando a los países pobres? ¿La de quienes se imponen contra toda justicia por la fuerza del dinero, de las armas o de la palabra demagógica? ¿La del que tiene que conformarse con la resignación y el derecho al pataleo?

La libertad cristiana es otra cosa. Es la de Eliseo, ese profeta de la primera lectura que, para seguir a su Maestro Elías y cumplir su misión, sacrifica sus bueyes, los cocina con la leña de los yugos y se lanza, sin retorno, tras el Maestro para recibir algo de su Espíritu.

Libertad es, sobre todo, la de Jesús que –en el Evangelio de hoy- pasa por territorio hostil y recibe las ofensas de sus moradores sin agresividad y con tolerancia, que sigue su camino hacia la Cruz sin almohada donde reclinar la cabeza. Y es la del discípulo de Jesús que lo sigue a la intemperie y mira siempre adelante, con los ojos fijos en el Maestro que camina delante. Que pone su mano en el arado para cultivar el campo de Dios sin retroceder y sin nostalgias de tiempos pasados.

Solamente esa libertad, que nunca podrá aislarse de la igualdad y la fraternidad merece tal nombre. Asociada a la igualdad porque “si no hay libertad para todos, nadie es libre”, según el dicho de S. Agustín y, en efecto, ¿qué libertad es la de los fuertes o ricos que oprimen o niegan el pan a débiles y hambrientos? Asociada también a la fraternidad, porque justamente de eso se trata en la libertad cristiana: de saberse todos hijos para abrazar a todos, al que piensa distinto, al rival político, al que profesa otra confesión religiosa…, en síntesis, al OTRO . Porque, sabiéndose hijos y ejerciendo de tales, también nos sabemos hermanos.

Libertad, por tanto, que no busca el propio provecho esclavizando al que puede o tiene o sabe menos. Al contrario, es la libertad que nos permite hacernos esclavos unos de otros, no por la imposición que viene de fuera, sino por el amor que soy capaz de dar. Tal es la libertad de los esposos que se entregan y sacrifican uno al otro cuando son maduros y saben lo que se juega en el matrimonio; o la de los padres que todo lo dan por sus hijos; o la de los políticos –honrados, que alguno habrá-, que no se enriquecen a costa del erario público sino que lo administran para el bienestar de los administrados.

Libertad, por tanto, que nada tiene que ver con el capricho, las imposiciones sociales, las modas dictadas por los mercaderes a través de los medios de comunicación, la buena vida –que no es lo mismo que la vida buena-. Libertad que es dominio de SÍ para dejarse conducir por el Espíritu de Dios y dejar el mundo un poco mejor que lo encontramos al nacer.

Es bueno cantar el “Somos libres, seámoslo siempre”, pero hay que dejar con los hechos la indolencia de la comodidad, del dejarse llevar por lo fácil, para conquistar la libertad cristiana. Esa que nos ganó Cristo y nos ofreció como su mejor don, pero también nos impuso como difícil tarea y conquista.

JOSÉ MARÍA YAGÜE

 

QUIÉN ES CRISTO PARA TI Domingo duodécimo ordinario

QUIÉN ES CRISTO PARA TI

Domingo duodécimo ordinario

 

Reflexionamos sobre el evangelio de este domingo considerando los cuatro momentos sucesivos y encadenados que nos ofrece San Lucas.

El primer momento es peculiar de este evangelista. No aparece en los paralelos de Mateo y Marcos, los que en los textos paralelos, fuera de esto contienen las mismas palabras. Este primer momento consiste en que el Evangelista presenta a Jesús en oración. Como en todos los momentos importantes, cuando se dispone a una revelación novedosa o a un acontecimiento decisivo, Jesús ora. Se queda solo para la oración, pero sus discípulos andan cerca. El Padre y los discípulos son los grandes amores de Jesús, su compañía permanente. En primer lugar, su Padre con el que siempre está en íntima comunión. En segundo lugar, los discípulos a quienes instruye, se revela, envía y a los que en este instante provoca con sus preguntas.

El segundo momento lo constituye la gran pregunta. Tras un primer acercamiento al tema de fondo, con una pregunta menos decisiva y como para entrar en materia (¿quién dice la gente que soy yo?), viene la gran cuestión: ¿quién dicen ustedes que soy yo? Esto obliga a los discípulos a reflexionar, a entrar dentro de sí mismos y decirse: verdaderamente, ¿qué representa Jesús en mi vida? ¿qué es Cristo para mí? Pedro, con su natural espontaneidad, responde en nombre de todos: “Tú eres el Mesías de Dios”, es decir, el esperado, el enviado, el que libera a su Pueblo de todos sus enemigos. Respuesta acertada pero insuficiente.

La pregunta nos llega a cada uno de nosotros personalmente. En este tiempo de incredulidad, indiferencia, materialismo, hedonismo… ¿qué representa Jesús en mi vida? ¿y en la vida de mi comunidad? ¿Es ciertamente Él quien guía nuestros sentimientos, pensamientos, comportamientos? ¿O es alguien que, como la gente de la primera pregunta, se conforma con responder evasivamente, sin que ello signifique ningún compromiso?

Como la respuesta de Pedro, y seguramente la nuestra, es insuficiente, Jesús se precipita a explicitar en qué consiste su mesianidad y como la llevará adelante. Es el tercer momento del relato. No han de esperar de él que asuma el poder político o empuñe las armas para vencer con la fuerza a los enemigos del pueblo. Al contrario. Él será un mesias sufriente, perseguido, entregado en manos de los verdugos, finalmente ejecutado, muerto y sepultado. Pero al tercer día resucita. Con ello invalida cualquier tentativa por parte de sus seguidores de buscar el poder terreno, de acudir a la violencia para terminar con la corrupción. El Mesianismo de Jesús se realiza en la obediencia al Padre, en el anonadamiento, en la entrega de sí mismo hasta la muerte.

Llega, por tanto, el cuarto momento . Cuando Jesús, en consonancia con lo anterior, con su propia historia terrena, ofrece a los discípulos el programa que han de seguir. Lejos de triunfos, éxitos sonados, aplausos, serán sus discípulos quienes, negándose a sí mismos, carguen con la cruz de cada día y lo sigan. Esta es la condición del verdadero discípulo de Jesús: el seguimiento incondicional tras las huellas del Maestro.

Por otra parte, ésta es la condición de toda vida humana que pueda llegar a su plenitud. Querer ganar la vida pensando en sí mismo, en la propia satisfacción del instinto o las pasiones es tanto como derrocharla. Pero quien, como Jesús, busca con pasión el Reino de Dios Padre y se entrega al servicio de los demás, ese es quien gana la vida, aunque sea pasando por la muerte. Eso han hecho los santos.

No es el camino del cristiano un sendero idílico de rosas y jazmines. Hay que pagar a la vida su impuesto, y éste es el sufrimiento como consecuencia del amor y necesario para madurar sin quedar en el infantilismo caprichoso y estéril. Trabajar, luchar, sufrir persecución, amar siempre y por encima de todo… esos son los caminos recorridos por Jesús y que hay que volver a recorrer.

Danos, Señor, el ánimo, la determinación y el compromiso de ponernos tras las huellas del Maestro. Que sólo Él sea nuestro Mesías y Señor, camino, verdad y vida. (P. José María Yagüe)

CORPUS CHRISTI, 2010

CORPUS CHRISTI, 2010

 Mientras vivió en Palestina, Jesús, el Hijo de Dios vivo, se hizo presente, se mostró a través de la carne recibida de María. Es el pequeño cuerpo nacido en Belén y, ya adulto, ajusticiado y muerto desnudo en la Cruz.

Tras esa aparición fugaz del Verbo hecho carne, el Cuerpo del mismo Verbo resucitado es el otro, el necesitado, el hermano. “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber...”. Cristo, en la Encarnación , se ha identificado con el ser humano y ha asumido en su carne humana a todas las personas que compartimos su especie. Dios se ha hecho humano para que todo ser humano sea Dios. Así lo rezamos al mezclar el agua y el vino en el ofertorio de la Misa : “Oh Dios que creaste admirablemente la sustancia humana y de modo más admirable aún la redimiste, concédenos ser consortes de la divinidad de aquel que se digno compartir nuestra humanidad”.

En la misma Ascensión, quien “sube” al cielo no es sólo el Jesús encarnado, sino que asciende el Cuerpo que se ha incorporado. “Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos para llenar el universo” (Ef 4, 10). La carta a los Efesios nos explica muy bien que Cristo asciende como Cabeza de un Cuerpo del que todos nosotros somos miembros. Lo que comenta así S. Agustín: “Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de la cabeza”.

La unidad de todos en Cristo es el principio fontal de lo que llamamos compasión, misericordia o solidaridad. Palabras que postulan alguna consideración para no ser mal interpretadas.

Compasión es “padecer con”. Que es lo que hace Cristo en la Cruz. Pero no para dejar al sufriente donde está y con su sufrimiento, lo que sería inútil y estúpido, sino para elevar al que sufre a la propia altura. El Buen Samaritano se baja de su cabalgadura para poner en ella al herido.Cristo es ese Buen Samaritano. Al cristiano se le pide esta compasión y no otra.

La misericordia, como la compasión, nace de un sentimiento de nivelación para restablecer la equidad y la justicia resquebrajadas. La misericordia nos impide, a la vista de un problema o sufrimiento, “mirar a otro lado”. Inclinar el corazón al pobre, porque ese pobre podría ser yo, en realidad soy yo mismo. “Amar al otro como a sí mismo” no es otra cosa que amar, con amor cordial y eficaz a la vez, al pobre que soy yo y que ha sido amado por Cristo hasta dar la vida. Es la solicitud espontánea e inmediata de un miembro por otro dentro del mismo cuerpo.

Y la solidaridad no es sino la resultante de la compasión y la misericordia bien entendidas. Solidaridad viene del latín “solidum”. Llamamos sólido a lo que forma un bloque, un cuerpo bien trabado. Que no es evanescente, que no se evapora como los gases, ni se pierde al derramarse y desparramarse como los líquidos. Solidaridad, cuando hablamos de la humana, tiene sus componentes sicológicos y morales, pero arranca de un principio aglutinador más firme: el Espíritu de Cristo que lleva a todos a la unidad. Solidaridad es mucho más que la limosna. Ésta, cuando nace del sentimiento de superioridad, como la falsa compasión, no sirve al pobre; al contrario, lo humilla y lo arrincona en su desnudez. Escribía S. Vicente de Paúl a Sta. Luisa de Marillac: “los pobres sólo te perdonarán la limosna que les das por el amor que les tienes”.

El Cuerpo de Cristo es el “otro”. Pero, para los creyentes, también es la Eucaristía. El Cuerpo Eucarístico. Presencia real de Cristo en el pan y el vino, con tal de que este sacramento del pan no lo separemos del sacramento del hermano (Olivier Clement). (Por P. José María Yague).

Fiesta de Santístima Trinidad 2010

REFLEXION DOMINICAL: FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD " Buscar a Dios en el Silencio y la Adoración. Desde la Filosofía y la Moral hemos hecho de Dios, con nuestras pequeñas mentes, atrevidas unas veces, miedosas otras, un dios pequeño, al uso, de quien nos hemos servido para nuestros intereses. Así, Dios ha sido el arquitecto del mundo, o el juez impasible que premia y castiga, o el garante del orden (más bien desorden) establecido. (Por. P. José María Yague)

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PENTECOSTÉS 2010

 

PENTECOSTÉS 2010

 

El Espíritu Santo es la presencia permanente de Jesucristo en medio de nosotros. Jesús, el Hijo de Dios, presente fugazmente en la Historia con un cuerpo como el nuestro, se ha quedado para siempre y en todo lugar. Pero de otra manera. Sin carne, sin peso, sin voz que resuene en los oídos. Real y verdaderamente, sin embargo, por su Espíritu, para quien está atento a lo interior, a lo inalcanzable para los sentidos, aunque ellos sean las ventanas a través de las que penetra y transforma.

Como el aire que insensiblemente respiramos, llena nuestros pulmones, purifica nuestra sangre; dándonos así la vida, sin que lo pensemos ni sintamos. Así es el Espíritu Santo, silencioso, escondido, recóndito, respetuoso. Pero sin él no ha vida.

Como el agua fresca y clara. Que lava y nutre. Hasta constituir, sin que lo parezca, un altísimo porcentaje de nuestra masa corporal. Podríamos vivir mucho tiempo sin comer. Muy poco sin beber. “Quien tenga sed, que venga a mí y beba”, decía Jesús. Y lo decía del Espíritu Santo que habrían de recibir quienes creyeran en él. El Espíritu es esa agua viva que hace posible la vida cristiana. Sin él, no podemos ni siquiera decir que Jesús es el Señor; sin él, no sabemos rezar. El Padre nuestro es ruido pero no palabra que llega al corazón de Dios. Sin él, el cuerpo social se desintegra, como le ocurre al cadáver no alentado por el alma. Sin él, Cristo no es anunciado, el Evangelio deja de ser buena nueva para convertirse sólo en Ley inasumible; sin él, la Iglesia se convierte en estructura pesada e inerte, dejando de ser familia y hogar.

Como el fuego de aquella zarza que ardía sin consumirse y desde la que Dios habló a Moisés. Así procede el Espíritu, fuego interior que encandila, enardece, purifica e ilumina. Con suavidad y fuerza irresistible. Haciéndose uno con todas las energías humanas que habitan en el interior y eliminando toda la escoria que alimenta nuestra condición pecadora.

Como quien despreciara en la vida práctica el aire, el agua o el fuego, que moriría de inmediato, así somos muchos llamados cristianos, pero que damos la espalda a las fuentes de la VIDA. Obturamos con superficialidad y desparramamiento de los sentidos, con inmediatez y egoísmo puro, todas las posibles ventanas por las que el Espíritu penetra en nosotros: la verdad, el amor, la libertad, la esperanza, una cierta y siempre necesaria ascesis, la solidaridad… Y así, nos arrastramos entre nostálgicos y ariscos, desnortados y desnortadores, sin presente y sin futuro. Nos ocurre como a aquellos hombres bienintencionados del Libro de los Hechos: ni siquiera sabemos que el Espíritu Santo existe. Es hora, es momento de pedir el Espíritu Santo y acogerlo. Sin duda, ello conlleva dar la espalda a todo lo que nos impida reconocerlo.

Que por mayo era, por mayo/ cuando los enamorados van a servir al amor…. Que este mes de mayo también nosotros vayamos a la búsqueda del Espíritu Santo. El nos conducirá hasta Cristo, él nos enseñará los misterios de Dios, de la vida, del amor.

 

PORTADA MAR ADENTRO JUNIO 2019  

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