EN EL BURRITO DE LA CONDICIÓN HUMANA
Domingo de Ramos
Gran polémica ha suscitado en España, difundida también en los ámbitos eclesiásticos del Perú, el libro de José Antonio Pagola con el título Jesús, Aproximación histórica. Cuando sus ventas superan los 50.000 ejemplares, excepción entre los libros religiosos, y goza del Nihil obstat (aprobación) del Obispo, la iglesia más conservadora de España ha puesto el grito en el cielo, tachando al libro de arriano (que niega la divinidad de Jesús) y hasta se ha intentado retirarlo de las librerías religiosas, en maniobras eclesiásticas poco conocidas.
Estos hechos que recuerdan otros no lejanos, como la retirada de los libros sobre Jesucristo del teólogo latinoamericano jesuita Jon Sobrino, nos obligan a tener clara la doctrina sobre Jesucristo, a quien estos días de Semana Santa nos acercamos y celebramos como nuestro Redentor, aquel en quien creemos y en quien confiamos porque, dando su vida por nosotros en la Cruz y resucitando al tercer día, hace posible la vida humana y la lleva a su consumación en la Pascua. Sufriendo y muriendo con él, sabemos que resucitaremos con él
La fe de la Iglesia formulada en los concilios ecuménicos de los ss. IV y V, sobre todo en el de Calcedonia, y en los símbolos de la fe (lo que conocemos como el Credo), nos enseña que Jesucristo es Dios y Hombre verdadero, que es el Hijo de Dios encarnado en una naturaleza humana concreta y que por eso nos salva. Siendo Dios trae al mundo el perdón y la salvación de Dios. Siendo hombre como nosotros y asumiendo nuestra condición humana nos redime a todos. Su muerte y resurrección –muerte de un hombre y resurrección de lo humano de Jesús- traen la vida nueva y definitiva al mundo.
Esto es lo que afirma nuestra fe. Este es el hecho, la realidad personal de Cristo en la que creemos, la que nos da la vida. El Cristo al que invocamos, amamos, adoramos y tratamos de seguir con la gracia que él mismo nos otorga hoy personalmente a cada uno por su Espíritu.
Cuando de las afirmaciones de la realidad revelada –fe- pasamos a las explicaciones –teología- es cuando vienen los problemas. ¿Cómo conciliar en una sola persona lo infinito e inmutable del ser divino con lo finito y mutable del devenir humano? ¿Cómo decir que Jesús sufre y crece cuando afirmamos que es Dios y por tanto tiene la conciencia clara de su divinidad desde el comienzo? Si del hecho revelado –Jesucristo es Dios y hombre- pasamos al cómo, ahí es donde vinieron en los primeros siglos y también ahora las disensiones y los problemas. No siempre, ni en los tiempos de los Santos Padres ni ahora, la ortodoxia se impuso con elegancia y caridad.
Por eso, todas las explicaciones del pasado y del presente son aproximaciones al misterio. Hemos de saber que en todas las aproximaciones y explicaciones teológicas hay tanto de inexacto y desacertado como de verdadero y cierto. Esto no es ninguna novedad. Es lo que Santo Tomás llamó la analogía del ser.
No me parece a mí, habiendo leído y estudiado algunos libros de Jon Sobrino, y, por supuesto el de J.A. Pagola que estos teólogos hayan negado la divinidad de Jesucristo, ni la encarnación, ni que vean en Jesús un doble sujeto –al estilo de los viejos nestorianos- ni se opongan al valor salvífico de su muerte y resurrección. Lo que ocurre es que, al acentuar su humanidad, el desarrollo de su conocimiento humano, el devenir de su entrega a los demás –lo que hoy llaman pro-existencia, es decir, existencia a favor de otros- la génesis histórica de las persecuciones de que fue objeto y que culminan en su muerte, etc., aparece menos clara la afirmación de su divinidad y de la encarnación.
¿Por qué no interpretar estas nuevas, beneméritas y luminosas cristologías como complementarias con otras que a su vez son parciales y siempre, de algún modo, reductivas? ¿Por ejemplo el mismo libro del Papa sobre Jesús de Nazaret?
A otras cristologías, y probablemente a nuestra jerarquía eclesiástica, le pasa lo mismo, aunque a la inversa. De tanto afirmar la divinidad de Jesús, aunque nunca se niegue su humanidad, se nos ofrece una imagen de Jesús en la que lo humano queda oscurecido. Si se insiste en que Jesús desde el nacimiento tiene una conciencia clara de ser Dios, ¿dónde quedan y cómo se explican el devenir humano, el “crecer en sabiduría y gracia ante Dios”, la posibilidad de un sufrimiento como el nuestro, la ejemplaridad para los humanos?
Por eso, a obispos, teólogos y pastores, como al pueblo mismo –aunque al pueblo verdaderamente creyente quizá esto no le hace tanta falta- nos viene tan a pelo la festividad del Domingo de Ramos (creemos lo que celebramos), para adentrarnos en la Semana Santa con la humildad de quien quiere contemplar, adorar y gozar del misterio de Cristo.
El Mesías esperado, el Hijo de David, el Señor, Dios mismo se instala en un burrito, en la debilidad de la condición humana, en el sufrimiento del ultrajado, que no tiene apariencia humana. Y éste, el crucificado, es el Hijo de Dios, como confiesa el centurión romano, y es “El Hombre”, como dirá Pilato.
Teólogos, reconozcan que es mucho más lo que no saben de Jesús que lo que saben. Obispos, descabalguen ustedes de los caballos, dejen de esgrimir la espada so capa de ortodoxia, y monten gozosamente en el burrito de la debilidad humana. Pastores y pueblo, creamos de corazón en la dignidad de ser hijos de Dios y vivamos como tales, dentro de la conciencia clara de nuestra fragilidad.
Y caminemos todos unidos hacia la Pascua con la seguridad de que hemos sido perdonados, amados y elevados por Jesucristo, que pasa sentado en un pollino y cuya sede terrena está en la Cruz. Nada de esto lo niega ningún teólogo cristiano.
DEJAOS RECONCILIAR CON DIOS
Cuarto domingo de Cuaresma. Ciclo C
“En nombre de Dios, les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”. No dice “reconcíliense”, sino “déjense reconciliar”. La reconciliación espontánea, como el pedir y otorgar perdón, supera las capacidades ordinarias de la persona que ha ofendido o que ha sido ofendido. La congénita debilidad del ser humano que confunde casi irremediablemente dignidad con orgullo (¿dónde está la frontera?) nos lleva a enfeudarnos en nuestros propios puntos de vista y nos incapacita para ponernos en la piel del otro. Por eso siempre es tan difícil dar el primer paso hacia la reconciliación.
Sólo Dios, que es fuerte y conoce la fragilidad de su criatura, puede salir corriendo en busca del hijo perdido y abrazarlo antes de que éste pueda formular sus excusas. Ya las conoce, no por ser Dios sino por ser puro Amor, que viene a ser lo mismo.
Es cierto que el pecador, el que ha ofendido, el que se pierde lejos de la casa paterna y vive a espaldas del hermano, ha de dar un primer paso, que a su vez es fruto del recuerdo paterno (don y gracia). “Sí, me levantaré… Volveré… Y diré: he pecado”. He aquí lo más difícil. Reconocer la propia situación. ¿Por qué será tan difícil? Los mecanismos sicológicos que nos llevan a culpar a los otros de todos los problemas, incluidos los propios nuestros, son recónditos y muy difícilmente reconocibles. Con admirable agudeza y simplicidad está dicho para siempre en el libro del Génesis: “La mujer que me diste por compañera… Fue la serpiente quien me dijo…”.
¿Cómo vamos a pedir perdón si no reconocemos nuestro pecado? ¿Cómo nos vamos a reconciliar si vamos por delante con acusaciones al prójimo, al superior, al súbdito, al que piensa distinto, al adversario político, al conservador, al progresista…? ¿Cómo se hará posible la convivencia en la casa paterna si negamos el pan y la sal al mismo Padre y al hermano?
Mientras tanto, aquí nadie se arrepiente de nada Por eso, con lúcida clarividencia, el Apóstol no dice: reconcíliense, sino déjense reconciliar. Es decir, salgan de sí mismos y vean su vida, sus hechos, sus relaciones humanas… a la luz del recuerdo fontal: en la CASA DE MI PADRE . Que no es sólo recuerdo sino, sobre todo, PROYECTO. ¿Quién quiere hoy, entre nosotros, auspiciar, alentar, promover y construir este proyecto de construir una familia humana solidaria y justa?
Si difícil es ese paso inicial de reconocimiento del propio pecado y superación del enquistamiento orgulloso, no es más fácil acoger al que vuelve a casa. En la parábola del Padre misericordioso, es claro que el hermano mayor –observante y socialmente bien considerado- representa a fariseos y hombres piadosos que cumplen la Ley y juzgan severamente a los pecadores. Pero son ellos los que hacen imposible la realización del PROYECTO de la casa paterna. Se niegan a dar un lugar a quien se equivocó, al pecador, al que una vez arruinó el proyecto original de la gran hacienda y que obliga ahora a comenzar de nuevo. Éstos no han entendido nada de lo que significa la Redención en la Cruz, el perdónalos porque no saben lo que hacen, el eterno comenzar de Dios a restaurar las brechas que continuamente abrimos los humanos en los muros de la CASA PATERNA.
Por todo ello las lecturas de este domingo son una nueva llamada a la conversión de TODOS . Del que se sabe pecador, que ya es algo, y del que se cree justo y mejor que los demás. De los fieles y de los sacerdotes, de éstos y los obispos, de la parroquia más pequeña y de la curia vaticana, sobre todo, sobre todo, de los hermanos mayores que dictaminan mucho y practican poco la misericordia.
Tendremos que ser más austeros, más pobres, quizá disponer de menos medios para evangelizar. Más auténticos, sencillamente más evangélicos, asumiendo que el Señor nos envió con la prescripción de no llevar oro, ni alforjas, ni dos túnicas... Para ello volver una y otra vez al Padre, aunque sea harapientos y descalzos.
Cuando los cristianos, con los sacerdotes y obispos al frente, ofrezcamos algún signo de que nos hemos dejado reconciliar con nosotros mismos y entre nosotros, con nuestra sociedad moderna –por supuesto pecadora, como lo han sido y seguirán siendo todas las sociedades-, con el Evangelio de Jesús... entonces podremos ofrecer una palabra autorizada y creíble a nuestro mundo. Mientras tanto, será preferible seguir el consejo de alguien tan eclesiástico como S. Ignacio de Antioquia: “más vale callar y ser que no hablar y no ser. Bien está el enseñar a condición de que quien enseña haga”.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO
INTERIORIDAD Y CONVERSIÓN. LA COSA VA EN SERIO
Domingo tercero de Cuaresma
Vienen unos desconocidos donde Jesús. Le traen una trágica noticia: Pilatos ha derramado la sangre de un numeroso grupo de personas en el mismísimo Templo, mezclando su sangre con la de los animales sacrificados. ¿Qué pretenden los informantes? ¿Provocar a Jesús para que arremeta contra el cruel gobernante? ¿Simple lamento o resignado chismorreo? No lo sabemos
A esta tragedia, Jesús añade otra que está en el recuerdo de todos: los fallecidos por el inesperado derrumbe de la torre de Siloé.
Dos tragedias con víctimas humanas inocentes, una causada por factores naturales como el derrumbe de una torre y otra por la crueldad de un gobernante injusto.
En ningún caso, Jesús se pone a buscar culpables, ni acusa al responsable, ni menos se pone a justificar a Dios, que permite tales cosas. El comentario de Jesús es el mismo: hace volver la mirada a los informantes y a todos los oyentes hacia sí mismos. ¿Se creen ustedes mejores que las víctimas? E idéntica la conclusión: si no se convierten, también ustedes perecerán.
Desde el Miércoles de Ceniza y durante toda la Cuaresma , la insistencia de la Liturgia es la invitación a la interioridad, a entrar dentro de nosotros mismos y ahí trabajar el cambio personal, la conversión. No vale echar balones fuera, de nada sirve arremeter contra gobernantes injustos y malvados, o pésimos y egoístas constructores de las torres humanas, es decir, del edificio social. Lo prioritario es poner orden en el interior y, después, buscar fuera la justicia.
De otro modo: hay que tomarse en serio las cosas. No basta con admirarse de lo que ocurre. Menos aún buscar culpables del mal en el mundo, apuntando con frecuencia a Dios mismo. Y lo que es intolerable es la superficialidad del puro lamento o el fácil cotilleo.
Ante el mal y el sufrimiento humano, estamos siempre en tierra sagrada. Y hay que asumir el mandato de Dios a Moisés: “descálzate”. Desnudarse de prejuicios, explicaciones fáciles, acusaciones. Hay que tomarse las cosas en serio. Y eso pasa por entrar dentro de nosotros mismos y ver qué podemos, qué debemos hacer. Eso es convertirse.
Hemos asistido recientemente a dos grandes tragedias en nuestro Continente: los cataclismos de Haití y Chile. Con cientos de miles fallecidos en el primer caso y rondando el millas en el segundo. Se pueden hacer muchas reflexiones y conjeturas, incluso comparativas. Pero, para un cristiano, lo primero es entrar dentro de sí mismo y preguntarse: ¿qué siento? ¿qué me dice Dios a mí? ¿cómo puedo yo solidarizarme con las víctimas, con el sufrimiento de hermanos? ¿cuál es mi responsabilidad a la hora de compartir?
En el fondo, descalzarse y desnudarse de sí mismo para comprender algo del misterio de Dios y del Hombre –con su sufrimiento, incluido el del Dios-Hombre-. Y a partir de ahí vendrán otras búsquedas no superficiales, que pueden incluir denuncias, exigir responsabilidades –cumplidas previamente las propias-, e incluso esa búsqueda siempre tan difícil del rostro de Dios y de su gloria, paradójicamente revelados, desde la Pasión incomprensible de Cristo, en los rostros de los hermanos sufrientes.
Hay que acercarse, descalzarse y dejarse quemar por el fuego ardiente de la zarza que nunca se consume: el dolor humano, a pesar de todos los progresos y técnicas de la Modernidad.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO
TU ROSTRO BUSCARÉ, SEÑOR
Segundo Domingo de Cuaresma. Ciclo C
Y vieron la gloria de Dios. ¿Cómo será la gloria de Dios? ¿Cómo puede verse la gloria de Dios? ¿Será puramente lenguaje mitológico? ¿Será una vana ilusión que sirva de sedante para la insoportabilidad de la vida? ¿O es que habrá que subir a la cumbre del cerro y atreverse a penetrar en lo profundo del propio corazón para contemplar el rostro de Dios? Desde luego serán invisibles esa gloria y ese rostro si discurrimos por los caminos trillados y ramplones del consumismo materialista o miramos en exclusiva los artificios de un mundo convertido todo él en espectáculo.
Señor, hazme ver tu rostro. Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. Así me apetece rezar hoy, mirando a aquellos tres amigos de Jesús trasportados por un rato a lo alto de la montaña para orar y embobados ante lo maravilloso desconocido. Porque veo difícil para mí y para quienes me rodean ver algo distinto y superior a lo que me ofrecen los sentidos, lo inmediato y lo inmediatamente placentero.
En el camino cuaresmal, es decir, en el camino de la vida –que no otra cosa significan los 40 días de la Cuaresma sino la misma vida humana- es necesario vislumbrar de alguna manera el rostro de Dios, la gloria del Señor para avanzar erguidos y sin desvíos ni barreras que entorpezcan el progreso. La Cruz , las cruces ordinarias y la muerte se afrontan mal y se aceptan peor si no se entrevé la gloria como “solución final”.
No sé si estamos convencidos de ser ya desde ahora ciudadanos del cielo. Por supuesto, para quienes se instalan ¿serenamente? en la finitud o para quienes hacen de todo fenómeno religioso algo folklórico, el lenguaje de la gloria de Dios, de ser revestidos, glorificados, de la resurrección es pura pamplina, vaciedad, nada. Pensarán algunos incluso que se trata de algo puramente mitológico, o incluso hipócrita invención de los eclesiásticos enemigos de la verdad y ansiosos de poder.
Pero, ¿tendrán razón quienes así piensan? Hoy es ya tópico ese discurso de culpar a las religiones de toda suerte de violencia, desde la violencia de género a las guerras. Es innegable que la religión y las religiones han sido utilizadas con esos fines. Y so capa de guerra santa se han camuflado las ansias de poder y extensión del dominio sobre otros pueblos. Pero ¿es esa la entraña de la religión, tiene eso algo que ver con el Cristianismo? Más atentos deberíamos estar a otro fenómeno manifiesto hoy e incontrovertible. La ausencia de religión, de toda religión no hace mejor al hombre y a la mujer de hoy ni a nuestra sociedad. Cuando el ser humano no se deja trans-figurar, necesariamente se des-figura.
¿Hay alguien que pueda mostrar que un hombre sin Dios y una sociedad sin religión son mejores, más nobles, más libres? De verdad, ¿alguien puede pensar con honestidad que el machismo, la violencia de género, la prostitución, los abortos masivos, la muerte de inocentes, el tráfico de armas, el terrorismo, la delincuencia… son obra o consecuencia de las religiones? Anda, ya…
“Oigo en mi corazón: buscad mi rostro…”. Desde la nube se oye la voz: Éste, el que va a ser crucificado, es mi hijo amado, escuchadlo. Sí, hay que bajar del monte, hay que pasar por sufrimientos muchos y penosos y finalmente la muerte. ¿No es esa la condición humana? ¿Hay algún otro modo de trascender nuestra condición miserable que no sea según el modelo de Cristo crucificado, trasfigurado y resucitado?
Os invito a preguntaros hoy conmigo: ¿Creo? Al pie del monte, el padre del epiléptico (endemoniado, dice el evangelio) le dice a Jesús: Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe. Buena oración para este tiempo de Cuaresma.
¿Espero? ¿Qué espero? Pregúntate con verdad. ¿Cuál es tu proyecto en la vida, tus deseos más íntimos? ¿Se quedan fuera? ¿Tienen siempre que ver con alguna forma de posesión? ¿O esperas una íntima trasformación personal, fundamento de la certeza y anticipo de la transfiguración final?
Que se haga transitable tu camino cuaresmal, tu vida, gracias a esa fe y a esa esperanza. Amen.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO