FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
Año 2010. Ciclo C
Una notable diferencia entre los tiempos de Jesús y los nuestros son las expectativas del pueblo. “El pueblo estaba en expectación”, comienza el evangelio de hoy. No puede decirse que hoy no alberguemos expectativas. Sin ellas, sería imposible vivir. Pero, ¿cuáles son éstas? Cuando Jesús comienza su vida pública, las expectativas de la población eran suscitadas por Juan el Bautista. Lo que se esperaba ardientemente era una salida a la dominación romana, una liberación, a todos los niveles, de un pueblo oprimido. Esa liberación vendría de Dios, de un Mesías que sería enviado y que algunos identificaban ya con Juan el Bautista. Efectivamente el Mesías está llegando, pero de manera distinta a la esperada. Está en la cola de los pecadores, es alguien que se hace bautizar como un hombre cualquiera, pero sobre quien se abre el cielo y se oye la gran voz: “éste es mi hijo amado”.
Lo que hoy hemos de plantearnos es cuáles son nuestras expectativas. ¿La salida de la crisis económica? ¿Un triunfo deportivo de nuestros colores o de la selección nacional? ¿Son expectativas de largo alcance, que realmente puedan modificar nuestra vida y la de los demás, o son expectativas inmediatas para resolver un problema económico puntual, u ofrecer una satisfacción pasajera?
Esta reflexión es oportuna tras las Navidades. ¿Qué han supuesto para nosotros estas fiestas? ¿Qué ha quedado de ellas? Puede ser que más penuria económica, tras los gastos desmesurados, y más frustración. Sería la consecuencia inevitable de lo que esperábamos de ellas.
Las lecturas de hoy apuntan en la dirección correcta. La liberación viene de la mano del Siervo. No del líder que promete lo que no está en su mano, sino del siervo humilde que no grita, ni rompe nada ni mata a nadie. Luz interior para romper las cadenas de los cepos y los cerrojos de las prisiones injustas, para expulsar a los demonios, para que los ciegos vean. Y, parafraseando a Fray Luis de León, ¡cuán ciegos, ay, estamos!, al faltarnos la Luz que es Cristo. Las expectativas cristianas han de ir hoy en la dirección de esa luz que viene de Jesús, el Mesías, el Siervo de Dios.
Todo ha de ser superado, trascendido. Como el Bautismo de Jesús supera al de Juan. Éste es con agua para el perdón de los pecados. Pero, al ser bautizado Jesús, que no tiene pecado, el Bautismo designa otra realidad: Él es el Hijo de Dios y está ungido por el Espíritu para una misión nueva: mostrar a todos que son hijos de Dios y el camino para vivir como tales.
¿Por qué tanta insistencia en la Historia de la Iglesia por reducir el Bautismo cristiano al Bautismo de Juan? Y dale con el pecado original... El Bautismo cristiano, como el de Jesús, es mucho más:
- Es ser bañados por el Espíritu: sólo él nos da una pertenencia, somos alguien porque somos de Alguien, somos Hijos.
- Tenemos una misión. No estamos arrojados en el mundo como pelotas abandonadas que van a la deriva, fruto del “azar y la necesidad”. Estamos para algo: para hacer el bien y curar. Pero, ¡ojito!, eso sólo será posible desde la aceptación de nuestra condición de hijos.
- Y tenemos futuro: “si hijos, herederos”. Con un programa así, vale la pena ser cristianos, ser bautizados.
¿Podremos superar, desde el Bautismo de Jesús, nuestros complejos de inferioridad, esos que tanto nos paralizan? Sí, cuando contemplemos a Jesús saliendo de las aguas del Jordán, para meterse en la masa con la fuerza del Espíritu y estemos en disposición de seguirlo. El programa es arduo pero posible para quien se sabe en la esfera de la Trinidad. Quien se sabe Hijo de Dios está en condiciones de generar expectativas históricas y metahistóricas, más allá de un inmediatismo chato y zafio. (JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO)
JESÚS, SABIDURÍA Y REVELACIÓN DEL MISTERIO DE DIOS
Segundo domingo de Navidad. Año 2009
Es probable que la situación más común de la fe subjetiva, es decir, del estado de ánimo del creyente sea la de la posesión tranquila y sosegada de unas convicciones, sentimientos, modos “naturales” de actuar acordes con la herencia transmitida por los padres, catequistas y todo el entorno de la infancia, adolescencia y primera juventud.
Ahora bien, llegan momentos en la vida en que esa fe subjetiva y ese estado de ánimo sosegado pueden no mantenerse en pie. Aquellas convicciones, sentimientos y comportamientos habituales no parecen suficientes, algo se quiebra en el interior y urge encontrar nuevas “razones” o sencillamente nuevos cimientos sobre los que asentar la propia vida. Esos momentos llegan de la mano de enfermedades, muerte de seres queridos, cambios de estado, fuertes experiencias personales que obligan a replantearse interiormente los objetivos de la propia vida.
Puede pensarse entonces que la fe está “tentada”. Quizá será mejor pensar que es el tiempo en que puede ser felizmente personalizada al pasar por la prueba. Cabe la “solución” de aferrarse a la rutina, de no querer entrar dentro de sí mismo, de pensar que todo puede seguir igual sin renunciar a nada de lo anterior y sin cambios sustanciales a partir de lo que se está viviendo y sintiendo. Peligrosa “solución” porque vendría a ser como instalarse de nuevo en el vacío. A partir de ahí, puede venir la conciencia de vacío, porque uno se está engañando a sí mismo, y la infelicidad que inexorablemente acompaña a la propia incoherencia. Es el caso de muchos “creyentes”, incluidos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que se supone viven desde la fe y en la fe, pero que en realidad son incrementes, ateos prácticos. Si, además, asumen la bandera de la ortodoxia, se radicalizan en posturas defensoras de la fe, de las costumbres y de los ritos cristianos, mucho peor porque son ellos quienes más contribuyen a que se “maldiga el nombre de Dios entre los gentiles” porque proclaman con sus labios lo que niegan sus hechos.
Por ello, precisamente en tiempo de “crisis”, personal o colectiva de la fe, cuando lo anterior no parece servir, es cuando hay que tener el coraje de tomar la propia vida en las propias manos. Léase a nivel colectivo eclesial, tomar conciencia de lo que está pasando en la Iglesia y ver si todo lo que defendemos, proclamamos, imponemos… es el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo o son tradiciones y normas que ya no sirven para el momento presente. Y ponerse en actitud humilde de escucha y cambio.
Digo todo esto desde una situación muy personal –desde hace un mes paso cada día por las habitaciones de un hospital en el que he de acompañar a moribundos y familiares, donde no sirven cuatro palabras superficiales ni tampoco los ritos sin alma-, pero también desde la mirada ingenua a la realidad eclesial en el mundo en que vivimos. Pero todo ello no es sino un prólogo a la gran revelación de este segundo domingo de la Navidad, coincidente siempre con los primeros días de un año nuevo, es decir, con esos días en los que todos queremos empezar algo nuevo.
Jesucristo es la Sabiduría de Dios, la Palabra de Dios al hombre, la Luz que brilla en medio de nuestra tiniebla. Los hombres nos hemos cerrado a esa Sabiduría, a esa Palabra, a esa Luz. “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Quiso entrar en silencio –a hurtadillas, decía Pablo VI desde Nazaret- y los humanos nos quedamos con nuestros ruidos, fanfarrias, falsas y trágicas soluciones. Trágicas porque siempre terminan en la muerte del Hijo y de los hijos.
¿Abriremos hoy las puertas, silenciosa, humildemente a la Palabra, a la Sabiduría del Padre que es Jesucristo? ¿Acogeremos la revelación de Jesús en su esplendor y pequeñez –Pesebre y Cruz- para conocer el misterio del único Dios verdadero? Sólo él, desde el Pesebre y desde la Cruz, será la luz y la fuerza en las que asentar una vida nueva cuando lo viejo ya no sirve y nos ancla en las corruptas aguas de una historia de pecado. Sólo él nos hará navegar en las aguas vivas del Espíritu de Dios, que hace nuevas todas las cosas. Así sea.
LAS VIRTUDES DOMÉSTICAS DE NAZARET
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA. 2009
Una visión meliflua, edulcorada de la sagrada FAMILIA, un retrato idílico de los tres personajes, Jesús, María y José en Nazaret, no ayuda en absoluto a digerir, interpretar, sentir y afrontar la dura condición humana, con todo el cúmulo de sinsentidos, enfermedades, pobrezas y sufrimiento que ella nos depara.
Ante una situación caótica, sobre todo en el orden de los valores, con la familia tan denostada y ridiculizada en los medios de comunicación, con el hecho social de que gran parte de los matrimonios que se contraen no duran y terminan más pronto que tarde en divorcio, ¿qué puede decirse de la “Sagrada Familia” que no sea evasivo y música celestial?
Lo primero de todo es, creo yo, renunciar o al menos no insistir en el adjetivo de “sagrada”. No porque no sean sagrados sus personajes. ¡Si cada ser humano lo es! Sino por las connotaciones de ese término que parece sacar a esas personas de la dura y pura realidad. Más bien hay que insistir, como hacen los evangelios, en los aspectos profanos, en la vida de los tres fuera del templo. Familia fundada incluso contra las dudas y sospechas de José ante el embarazo de María; familia pobre y en camino, de modo que el niño tiene que nacer fuera del pueblo y en un establo; familia de emigrantes; familia con momentos de desencuentro y mutuos reproches, de los que tenemos constancia y ocurren precisamente en el Templo (evangelio de hoy); familia anónima durante muchos años, que crece en el silencio, el trabajo y la obediencia, en un pueblo pequeño de la Galilea pagana.
Segundo: detenernos en las “virtudes domésticas” hacia donde apunta la oración-colecta del día, invitándonos a pedirlas y practicarlas.
Dentro de la parquedad de los evangelios, de esas virtudes se destaca el respeto de unos a otros. Respeto al misterio personal de cada uno. No entiende José el embarazo de María. No entiende María la “fuga” de Jesús cuando tiene sólo 12 años, menos entenderá más tarde su “locura” y su muerte como delincuente. No podemos entender nosotros el misterio de la Encarnación, es decir, el misterio de la presencia de Dios en aquellos personajes tan insignificantes y marginados. Y menos entendemos esa presencia real de Dios, siempre fiel, en la historia de hoy, tan cruel y atormentada. El respeto y la fe-confianza en el otro, en los otros, el silencio ante lo incomprensible humano está en la raíz de una convivencia familiar, que pueda ir recuperando lo que hoy tenemos tan roto: la imagen de Dios en el ser humano.
Y junto al respeto, he dicho el silencio. Pero silencio no cómplice. No se trata de callar ante tanta injusticia que produce la muerte de inocentes, o de la persistencia de la pena de muerte bendecida por el Gobierno del país más importante y “demócrata” del mundo, ni ante la violencia de género, o ante las leyes favorecedoras del aborto o atentatorias contra la dignidad de la persona o de la misma naturaleza. No! Hay que denunciarlo todo eso a voz en grito, lo que no hacemos por miedo y comodidad.
Pero respeto y silencio ante muchos modos de pensar diferentes a los nuestros, ante muchas cosas que no entendemos pero que no causan daño a nadie y que no son necesariamente malas, aunque no las entendamos. Sabiendo, además, que todos nos lucramos y mucho de lo que invertimos, arriesgándonos, en inocencia, confianza y ayuda desinteresada al diferente, al otro, por ser otro. Silencio, respeto, inocencia y convivencia amorosa que no son precisamente ingenuidad ni vacuo optimismo.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
LA ESPERANZA, VIRTUD DEL ADVIENTO
Cuarto domingo de Adviento
No hay Esperanza sin Adviento, como no hay Adviento sin Esperanza. Porque la Esperanza sin Venida real, objetiva, concreta, transformadora de la realidad, es ilusión vacía que aboca al desencanto. Como el de tantas navidades pasadas no preparadas desde la Esperanza, la virtud teologal cuya matriz es la fe y cuyo término es el amor.
Acabo de leer las descripciones que de la Esperanza hace la novelista Rosa Montero: “Pequeña luz que se enciende en la oscuridad del miedo y la derrota, haciéndonos creer que hay una salida. Semilla que lanza al aire la sedienta planta en su último estertor, antes de sucumbir a la sequía. Resplandor azulado que anuncia el nuevo día en la interminable noche de tormenta. Deseo de vivir aunque la muerte exista”.
Hermosa, poética aproximación a la Esperanza. Hay algo en común en los cuatro chispazos: la pequeñez. Cuando la realidad global es tan amenazante, cuando la noche es tan densa y, efectivamente, parece interminable, cuando la muerte termina con todo, la luz de la primera alborada, la semilla lanzada al aire, y el deseo de vivir no son sino mínimos destellos que, sin embargo, logran que el mundo renazca.
Ante las dos grandes virtudes teologales –fe y amor-, Ch. Peguy ve a la hermana menor –la Esperanza- arrastrando a las mayores:
“Por el camino empinado, arenoso y estrecho,
arrastrada y colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores,
que la llevan de la mano,
va la pequeña esperanza
y en medio de sus dos hermanas mayores da la sensación
de dejarse arrastrar
como un niño que no tuviera fuerza para caminar.
Pero, en realidad, es ella la que hace andar a las otras dos,
y la que las arrastra,
y la que hace andar al mundo entero
y la que le arrastra.
Porque en verdad no se trabaja sino por los hijos
y las dos mayores no avanzan sino gracias a la pequeña”.
Y continúa: “una llama temblorosa ha atravesado el espesor de los mundos, una llama vacilante ha atravesado el espesor de los tiempos, una llama imposible de dominar, imposible de apagar al soplo de la muerte, la esperanza”.
Nuestro mundo está enfermo. Y quizá habrá que hablar del Síndrome de Desesperanza (SDS, para los amigos de las siglas). Con esta enfermedad, la fe termina por apagarse al perder su horizonte, y el amor, sin estímulo, se vuelve inoperante y, por tanto, sin frutos.
Sobrecogidos por la pequeñez del pesebre en el que Dios reposa – y también llora vulnerable-; liberados de afanes de grandeza y de poder; disponibles para el amor, es decir, para la acogida al diferente; anhelantes de un mundo de iguales, en que pueda habitar Dios…, incluso en medio de la noche es posible la Esperanza. Que sólo ella hará real la Navidad.
Pero hay que sembrar la pequeña semilla: perdón y reconciliación; amor a quien no lo merece; padecer en el silencio; confianza ilimitada, a pesar de todo, en el ser humano. Nada fácil, pero esa es la llama temblorosa, vacilante, imposible de dominar o de apagar, que alumbrará la Navidad real, el nacimiento de Jesús entre nosotros. “Sólo un cúmulo de deseos hará estallar la Parusía del Señor” (Theilard de Chardin).
José María Yagüe