Domingo Segundo de Adviento
No es lo mismo construir una carretera en la costa que en la sierra del Perú. Todo el mundo sabe que se requiere más tiempo, más dinero y mucho más esfuerzo e inteligencia cuando los accidentes geográficos son más pronunciados.
De cara a preparar hoy el camino del Señor tropezamos con grandes inconvenientes. Hay mucho monte y mucho valle. Los obstáculos salen al paso en cada instante y situación que vamos viviendo. Pero hoy no vamos a mirar tanto hacia fuera como hacia dentro. ¿Qué inconvenientes hay dentro de mí para el encuentro personal con el Señor? Me invito y les invito a descubrir las fosas, quizá los abismos que interponemos entre nuestro corazón y el Señor que viene.
Sin duda, el gran y principal abismo es la falta de fe. Nos instalamos fácilmente en nuestro mundo, con sus ocupaciones de cada día, sus gozos y tristezas, sus logros y frustraciones y nuestros ojos se niegan a mirar al largo plazo, al más allá, a los cambios que pueden hacernos a nosotros y a los demás más felices, más fecundos, más transformadores de la realidad tan negativa en muchos aspectos que estamos viviendo.
Ahí nos sale al paso ese gran personaje del Adviento que es Juan Bautista y que apunta al futuro. Como lo señala su propia predicación: “detrás de mí viene el que puede más que yo”. Y ese Juan, con voz que grita en el desierto nos dice: “preparen el camino al Señor”. La imagen está tomada de los preparativos y fiestas que se montan en las ciudades para preparar la llegada triunfal de emperadores, reyes, presidentes de los gobiernos, generales y otros grandes personajes.
No se emprenden estos preparativos hasta que no hay la certeza de que el personaje en cuestión va a llegar. Me parece que el gran problema personal y colectivo es que hoy, la falta de fe de la que hablo arriba nos impide tener la certeza de que Alguien llega, de que las promesas de Dios no son vacías. “Todos verán la salvación de Dios”. ¿Creemos esto?
Aunque la fe es ciega y lo propio de ella es llevarnos a contar con fuerzas invisibles e intocables, que no vemos ni experimentamos sensiblemente, lo cierto es que también ella se apoya en bases sólidas. En nuestro caso, la esperanza en que el Señor llega se apoya en el pasado: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El Señor que vino en la humildad de la carne, está viniendo y vendrá. Esa confianza nos hará ponernos en camino y, animosos, emprender la tarea de rellenar abismos (vacíos, desalientos, depresiones incluso, indiferencia ante los problemas y sufrimientos de los demás, incapacidad para el sacrificio…) y abajar montañas (orgullo, autosuficiencia, desmedido afán de bienestar…).
“Preparen el camino al Señor”. Pongámonos animosos a la tarea, porque los que “siembran entre lágrimas cosechan entre cantares”. Que crezca nuestra fe en el Señor Jesús que está viniendo para colmar y hacer rebosar nuestros anhelos. Amen.
Cumpliré mi promesa
Primer domingo de Adviento. Ciclo C
Comenzamos un nuevo año litúrgico. Si vivimos en la fe y en la esperanza cristianas, ello nos invita a cambiar de registro mental y cordial. Para abrir ese nuevo registro, la Liturgia nos ofrece hoy una constatación, una promesa, una invitación y una exhortación. Veamos.
La constatación , con otro lenguaje, es la misma que podemos realizar personalmente a poco que observemos nuestra realidad. Que estamos sumidos en un caos, en un mundo pervertido que exige purificación y transformación. Con imágenes impresionantes de astros que se caen, señales en la luna y las estrellas, astros que tiemblan y hombres enloquecidos por el estruendo, se describen nuestras situaciones de confusión y corrupción.
Muchos de mis lectores saben que en estos días he viajado del Perú a España. He dejado allí el panorama de corrupción y caos a todos los niveles. Si hasta varios congresistas peruanos están suspendidos de sus labores por corruptos, aquí proliferan por doquier los sinsentidos de un país que produce cada día miles de pobres, mientras los dirigentes (jueces, gobierno, partidos y sociedad en general) se enfrascan en peleas cuyo único objetivo es sacar provecho propio y aniquilar al adversario.
La promesa viene de Dios: “Llegan días en que cumpliré la promesa que hice. Haré brotar un legítimo descendiente que establecerá la justicia y el derecho”. Esa promesa es de Dios y se refiere a Jesucristo. La promesa de Dios es indefectible, su fidelidad permanece para siempre y Jesucristo, el esperado, vino, viene y vendrá. Ésta es nuestra seguridad y lo que da firmeza a nuestras convicciones de creyentes. No nuestros méritos sino la fidelidad de Dios, manifestada en los pequeños signos anónimos de gratuidad en tantos hombres y mujeres que no salen en los periódicos sino muy raramente, la que nos permite permanecer en la confianza. Confianza total en Jesucristo que viene, en la humildad de la carne (Belén) y en el poder del Espíritu invisible.
La invitación es precisamente a levantar la cabeza en medio de las dificultades. Porque se acerca nuestra liberación. No constatamos la perversión de este mundo para hundirnos en la desesperación y el miedo, sino para esperar el sol de la justicia, que no es otro que Cristo. En efecto, las lecturas de este domingo tienen una fuerte impronta cristológica. Cristo es nuestra Justicia. No nos invitan, ni mucho menos, los terribles acontecimientos que nos cuentan y que vemos a la desesperación, sino a la esperanza. Porque Jesucristo está con nosotros y siempre está viniendo, que eso significa Adviento.
Y la exhortación. Permanecer en pie ante el Hijo del Hombre. Permanencia que significa constancia, fidelidad. Y que incluye, según las propias lecturas, varias disposiciones del ánimo: presentarse cada día ante el Señor santos e irreprochables; no entorpecerse con la comida y la bebida y las preocupaciones, es decir, mantenerse libres ante el Señor; y, sobre todo, crecer y progresar en el amor mutuo y en el amor a todos los demás.
Decimos siempre que Adviento es tiempo de espera y esperanza, de vigilancia y también penitencial. Sí, lo es. Ahora bien, que esa espera y esa esperanza puedan apoyarse tanto en la Promesa de Dios como en la constatación histórica de que no todo es corrupción sino que las señales del Reino se hacen realidad a través de nuestras pequeñas-grandes obras, que nos permiten levantar la cabeza sin preocupaciones ni embotamientos para esperar la salvación.
Esperen y oren en todo tiempo para que la Navidad que llega sea algo más que la cena o incluso la reunión familiar. Que podamos constatar que de verdad “El Señor está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
DEL TRIUNFALISMO BELIGERANTE AL SERVICIO SOLIDARIO
JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. Ciclo B
Pocas veces una idea ha envejecido tan pronto como la que dio pie a la instauración de la fiesta de Jesucristo Rey del Universo. Se trataba de hacer frente a los totalitarismos emergentes, pero combatiéndolos con sus propias armas: el triunfalismo militante, banderas e insignias, manifestaciones de esplendor y fuerza... En lo que va de 1925, fecha de la institución de la Fiesta por Pio XI a 1965 (clausura del Concilio Vaticano II), en sólo 40 años, la sensibilidad de la Iglesia da un vuelco total. Y a Jesucristo Rey se le concibe ya no según el modelo de las monarquías absolutas, sino desde lo que nos dicen las sagradas escrituras.
Interesante e inteligible la segunda lectura, comienzo del Libro del Apocalipsis . Se trata de una doxología (=alabanza) a Jesucristo y al Padre. Como es propio de las doxologías, se multiplican los motivos de la alabanza, que en nuestro caso son tres títulos referidos a Jesús. Son muy interesantes porque se refieren a los tres ‘momentos' de su ser:
- Su vida histórica y, sobre todo, su PASIÓN, en la que Jesús ha sido el testigo fiel del amor del Padre y de su propio amor a los hombres, hasta la entrega de la vida.
- Por su Resurrección, es el Primogénito , primero entre los hermanos que triunfa de la muerte, y llamado a la vida por Dios, del que más adelante se dirá que es el que permanece para siempre: “era, es y viene”. Idea difícil de captar (la perennidad) en los tiempos que corren, cuando todo es caduco. Todo tiene fecha de caducidad, hasta las promesas y el matrimonio, no digamos nada de las palabras de los políticos.
- Príncipe de Reyes. Es la función escatológica de Jesús: ser Señor del Universo y Juez universal. No es un rey, es el Rey de reyes o Señor de los señores.
La alabanza se dirige a él y al Padre de quien procede la vida y la realeza. Pero Jesús nos ha ganado con su sangre para hacer a toda su Iglesia partícipe de su reino y a sus fieles sacerdotes de Dios. Naturalmente esto se dice de todos los miembros de la Iglesia.
El evangelio es un pasaje fuertemente teologizado porque, en forma de diálogo supuestamente histórico, Juan nos transmite su teología acerca de Jesús Rey. Es impensable un diálogo como éste entre el reo entregado y humillado por su propio pueblo y el duro e implacable -y por lo que sabemos bastante cruel- Procurador Romano.
Lo que le interesa a Juan es resaltar la asociación indisoluble de la realeza de Cristo con su humillación y entrega. ¡El humillado es el Rey! Juan llama a Jesús Rey, solamente en el contexto de la Pasión. En el Evangelio de hoy y en la tablilla que aparece en la Cruz como causa de la sentencia: Jesús Nazareno Rey de los Judíos. La hora de la glorificación, que comienza con la Cena, se abre con el lavatorio de los pies, seguido con la proclamación solemne de que quien lo hace es “el Maestro y el Señor”. El Rey es el “ECCE HOMO”: EL DESPOJADO, DESPOSEÍDO, PUESTO EN RIDÍCULO POR LOS SOLDADOS, ESCUPIDO. Él y no otro es el paradigma de la nueva humanidad. EL REY.
De ambas lecturas, inferimos dos claras consecuencias. Ellas vienen a corregir, desde los textos litúrgicos, algunas imágenes falsas que se han creado sobre la realeza de Cristo y que han repercutido muy negativamente en la concepción de la Iglesia. Sobre todo cuando ésta se atribuye títulos y honores que, por otra parte, recaen indefectiblemente sobre sus dirigentes.
I. Jesucristo, en efecto, es el Rey y Señor del mundo. Ahora bien, este señorío actual -en el estado del glorificado- es el resultado de su testimonio fiel mediante la Pasión en su vida histórica.
En su vida, aparece como un Rey muy singular. Mc lo presenta como el ‘hijo del hombre' que obliga a guardar secreto acerca de sus obras extraordinarias; Mateo lo presenta entrando en Jerusalén para ser entronizado, no sobre un caballo sino sobre un burrito; Lc señalará, sobre todo, los aspectos compasivos y cercanos al sufrimiento humano de este Rey que llora sobre su Ciudad. Juan en el capítulo 6 dice que Jesús huye para que no le proclamen Rey y, en cambio, en el momento de la humillación es cuando nos lo presenta como Rey de manera muy solemne.
En síntesis, Jesús es entronizado por el Padre como ‘Príncipe de Reyes', tras su testimonio fiel y tras su resurrección como primogénito de entre los muertos. Lo que invalida toda pretensión eclesial de participar, en su estado terreno, en la realeza de Cristo, a no ser mediante el sufrimiento y la persecución, en seguimiento de la Pasión.
Cualquier pretensión de participar de la realeza de Cristo a través de una imagen pública de títulos, honores, ropajes y otros atributos parece mas bien un insulto a esa realeza que, en la historia, sólo puede ser compartida mediante el testimonio del servicio humilde a la humanidad.
II. El testigo fiel y entronizado nos ha curado y liberado para constituir un Reino de Sacerdotes de Dios. Realeza y sacerdocio que son patrimonio de toda la Iglesia de Dios. Desde la Biblia, la liturgia y la teología, hay que afirmar el sacerdocio, la realeza y el profetismo de los bautizados, antes y por encima de todo ministerio o carisma diferenciador.
En la constitución de la Iglesia, lo primero es la comunión, consubstancialidad de todos sus miembros, podríamos decir, y después las diferencias funcionales, sean ministeriales o carismáticas. Una jerarquización o diferenciación previa, antecedente a la “consustancialidad” de todos los miembros del Cuerpo de Cristo, introduce de hecho una ruptura de la comunión esencial y malinterpreta los textos bíblicos. Si anteponemos la Jerarquía en Dios a la unidad de naturaleza (monarquismo), rompemos el misterio de la Trinidad y su unidad esencial. Lo mismo ocurre en la Iglesia cuando anteponemos las diferencias jerárquicas a la unidad e igualdad esencial. El modelo imperial romano ha sustituido al modelo comunitario impuesto por el Evangelio, en el que sólo hay un solo Señor, un solo Maestro y un solo Rey: Cristo, el Crucificado-Exaltado. Para recibir honores y títulos no está hecha la historia sino la eternidad. (Jose María Yagüe)
FRENTE AL CANSANCIO DE LOS BUENOS...
CONFIANZA ILIMITADA Y RESISTENCIA ACTIVA
Trigésimo tercer domingo ordinario
Con un ropaje literario extraño a nosotros -género apocalíptico-, enigmático y anunciador de cataclismos cósmicos (caerán las estrellas del cielo, el sol se hará tinieblas, etc.), se nos describen con precisión y exactitud en la primera lectura de hoy y en el Evangelio “los tiempos difíciles” por los que atravesamos hoy. Que no son exactamente los del “fin del mundo”, sino los del fin de “un mundo”, de nuestro mundo.
En efecto, nuestro mundo está cambiando y se va alumbrando un mundo nuevo. Los grandes descubrimientos del s. XX, las comunicaciones masivas, la interconexión entre los Continentes de la tierra, las grandes migraciones desde Latinoamérica y África a Europa y EE.UU., la globalización… están produciendo un cambio de Era. Es un gran parto con dolor, no libre de muertes.
Psicológicamente, en los que somos mayores (los que acudimos a los templos) estos cambios producen un profundo cansancio existencial. A la sensación de paz y plenitud, fundamental para la felicidad humana, le sucede la angustia de la incertidumbre. La confianza vital, producida por la propia capacidad para influir en personas y acontecimientos, y cuya conciencia permite sentirse realizado en la vida, ha sido suplantada por una grave conciencia de esterilidad e impotencia. Esto se manifiesta especialmente en los educadores: padres, maestros, sacerdotes... perdedores de autoridad ante los jóvenes. Con esa pérdida de autoridad moral, se escapa con frecuencia el sentido de la propia identidad.
El invierno axiológico, familiar, eclesial... se ha extendido, como capa de humo maloliente y contaminante de las fábricas de harina de pescado de Chimbote. El cielo se ofrece pardo, oscuro, amenazante impidiendo vislumbrar alguna belleza. Peor aún si la sensibilidad se embota hasta la incapacidad para percibir la belleza de nuevos paisajes.
Por esto, muchos se preguntan: ¿esto es vivir? o ¿para qué vivir? Desde ahí, hay muy cortos pasos a la inacción desesperanzada, al refugio en pequeños mundos intimistas y artificiales, al desinterés por las grandes causas y problemas de los otros (los que nos rodean y también los que están un poco más allá pero hoy siempre tan cerca), a la insensibilidad ante el sufrimiento, al simple lamento quejumbroso....
Con el lenguaje duro y extraño propio del género literario de la Apocalíptica, el mensaje de este domingo nos urge a “levantar la cabeza”. Porque es entonces, precisamente al darse todos estos signos, cuando “se salvará el pueblo”, “los que duermen en el polvo se despertarán”, “los sabios brillarán como el fulgor en el firmamento y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas por toda la eternidad”, “cuando serán reunidos los elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”. Esto es un mensaje de esperanza y alegría y no, como muchas veces se lee, como puro anuncio de calamidades y catástrofes.
Leyendo estos párrafos, viene a la memoria la amonestación de Jesús a los caminantes: “¿no tenía que suceder todo esto?”. ¿No estaremos nosotros todavía, malinterpretando los tiempos y sin percibir sus signos, en la necedad y dureza de corazón? A través de estos fenómenos planetarios y sicológicos que cambian la imagen de este mundo, Dios está ahí salvando. Tras la apariencia invernal, lo que realmente está ocurriendo es una primavera. Pero no todos sabemos apreciar los brotes de la higuera que anuncian nuevas cosechas. En los nuevos ciclos históricos, mucho de lo viejo tuvo que morir. A la muerte de lo viejo nos resistimos demasiado en la Iglesia y en el orden personal. Estoy persuadido de que en la nueva Era, de la actual Iglesia jerárquica y sociológica quedará muy poco, pero así podrá brillar la Iglesia evangélica, fermento para el nuevo mundo que nace. Esta confianza y seguridad no impide –por nuestros pecados- que el frío invernal lacere aún los entresijos del alma.
A pesar de todo, frente a la pura resistencia resignada y huidiza de los que se refugian –o nos refugiamos- en mundos interiores estériles, hemos de oponer, apoyados en la confianza ilimitada en la promesa de Dios, la determinación determinada no sólo de no sucumbir a las amenazas, sino de subsistir en el vacío y en la nada –imagen mística de Dios-; de trabajar como si todo dependiese –porque depende- de mi pequeña esperanza, de mi insignificante acción que tiene como beneficiario al otro.
El mensaje de este domingo, penúltimo del año litúrgico y que apunta a la Parusía del Hijo del Hombre como Rey, es el mismo del domingo pasado: entre la promesa y el don, la profecía y su cumplimiento, quedan sólo el silencio activo o el trabajo silencioso, la confianza y la generosidad en el don. Don de Cristo que se entrega de una vez por todas a favor nuestro (2ª lectura) y don generoso de nosotros mismos, pase lo que pase.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO