SANTIDAD Y FELICIDAD
Festividad de todos los Santos. 2009
Santidad y felicidad parecen dos conceptos ajenos y lejanos. Sin embargo, la Iglesia los asocia cuando en la festividad de todos los Santos –incontable muchedumbre de toda raza, lugar y condición- propone la lectura de la página más bella de los Evangelios: las Bienaventuranzas.
En el imaginario común, la santidad se asocia a seriedad, austeridad, distancia, su regular dosis de antipatía o rareza, y, por supuesto, con heroicidad. Todo ello no la hace especialmente atrayente. Las vidas de santos no siempre nos han mostrado de ellos su rostro más atractivo. Por otra parte, nos parece que ser santos es cosa de muy pocos, unos cuantos privilegiados o seres excepcionales a quienes se mira con respeto y admiración, pero en la lontananza.
Precisamente la Fiesta de hoy, con su Liturgia, nos viene a decir lo contrario de todo esto. Sin negar, claro está, que los santos son personas serias, austeras y responsables, pero de ningún modo antipáticos o raros y no necesariamente héroes, al menos en el común sentido de esta palabra.
Mi primera recomendación cada año para esta Fiesta es que nos animemos a ver no a los santos que fueron, sino a los santos que son. Los que caminan a nuestro lado. O a los que hemos conocido y ya se fueron, padres, hermanos, tíos…. A ellos está destinada esta Fiesta. No a los que están en los altares, sino a los que podemos hallar en la calle, en el mercado, en el deporte, comiendo a nuestro costado o viendo la TV junto a mí. Una de las grandes miserias de la Iglesia es no reconocer a sus santos de cada día, de las pequeñas cosas, de la mucha resistencia al mal y del mucho amor a la vida y a sus semejantes.
Santos con y sin instrucción, santos de corbata y de polo, campesinos o comerciantes, médicos o maestros, con trabajo o en paro obligado. Hombres y mujeres, seguramente más mujeres –sufridas madres de familia- que hombres, que no lucen modelos caros ni extraños ni cambian de look cada semana, pero que sí lucen la sonrisa de la paciencia y la misericordia. Que saben aceptar la vida como les viene y luchan denodadamente por afrontar riesgos y problemas que otros les crean, sin pedir cuentas y ofreciendo comprensión. Que no envidian al que tiene más y comparten con el que tiene menos.
Un viejo filósofo dijo ¿“por qué buscan la felicidad, oh mortales, fuera de ustedes mismos?” (Boecio). Con igual derecho habría que decir ¿por qué buscar la santidad fuera de ustedes mismos? Atrévete a encontrarla dentro de ti. Experimenta que eres hijo de Dios (segunda lectura de hoy) y goza por ello. Sé obediente en tu corazón al que te ama y no te obsesiones ni siquiera con tus pecados, que será la mejor forma de verte libre de ellos. Como siempre nos recordaba mi amigo Aurelio, “sean felices y no se conformen con menos”. Sean también santos y no se conformen con menos.
Tampoco persigas ansiosamente tu felicidad, sobre todo si la confundes con bienestar, satisfacción inmediata de tus gustos, ausencia de todo dolor y compromiso. Ocúpate más de que otros muchos, los que te rodean, sean felices. Y serás feliz tú mismo. Si escoges este camino, es muy posible que estés siendo también santo y no te enteres. Como tantos y tantas de los que te rodean.
Señor, concede a mis hermanos el gran regalo de la alegría, de las bienaventuranzas de Jesús. Que sean muchas las personas felices. Que pueda repartir yo mismo algo de felicidad para los que pasan ante mí. Estoy seguro de que, dándola, es como aumentará la mía. Y si, de paso, quieres hacerme santo, adelante, Buen Jesús, que no me empeñe en oponer resistencia al don más preciado que es ser tu hermano pequeño y escondido en la inmensidad de tu Reino de ojos claros, mirada limpia y amor sin límites. Amén.
UN CIEGO EMPEÑADO EN VER
Trigésimo domingo ordinario. Ciclo B
“No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Así lo dice nuestro refranero, que recoge aquí una experiencia tan común como perniciosa. Cuando los problemas nos agobian, cuando los retos nos sobrepasan, cuando se empina la cuesta del vivir, es fácil y cómodo mirar a otro lado para no ver. Pero el costo es enorme: la vida ya no se vive, se soporta y termina por aplastar. En lenguaje coloquial, esta actitud equivale a la táctica del avestruz: cuando el peligro asoma, se esconde la cabeza bajo el ala. Naturalmente, si el riesgo es real, cabeza y ala terminan aplastadas.
Lo dicho vale no sólo a nivel personal. ¿No es lo que ocurre –lamentablemente- en todos los niveles de la sociedad? ¿No es lo que está sucediendo ante los gravísimos problemas del hambre, de la pobreza galopante, de los emigrantes, del terrorismo, del consumo desenfrenado, del aborto, de la venta de armas, de la familia y las políticas de Estado ante ella, del consumo de energía y el consiguiente cambio climático y un largo etcétera? Todo esto se dice, ¡pero nos ponemos tantas vendas ante los ojos para no ver!
El evangelio de hoy propone el camino inverso. El del ciego que se empeña en ver. Tiene fe, pone los medios y consigue lo que pretende. Estamos al final de la sección de Marcos leída durante los últimos domingos y centrada por la Cruz. Cruz anunciada por Jesús como final de su camino y que ya se atisba en el horizonte.
En el camino, Jesús instruye a los discípulos. Ellos no entienden, no ven, son ciegos. En la figura del ciego Bartimeo, Marcos personaliza al verdadero discípulo de Jesús: su punto de partida, su itinerario, su estado final. Veamos.
Jesús pasa. Todo se desencadena con ese paso del Señor. Él es el que toma la iniciativa. Entra y sale de Jericó. Se deja sentir incluso para el ciego porque muchos lo acompañan. Éstos también son ciegos por ahora. Ante los gritos del ciego se detiene, oye al que está en la orilla, llama, pregunta, se interesa, ofrece respuesta... Sin ese paso discreto del Señor, no por discreto carente de brillantez y eficacia, el ciego seguiría allí, en la cuneta y mendigando.
Punto de partida: El ciego es mendigo, dependiente, está fuera –al borde- del camino. Es un marginado, decimos hoy. Vive en los márgenes de la sociedad. Y es despreciado, no vale la pena. Cuando se le ocurre gritar, dejarse oír, hay que hacerlo callar. Está fuera del tráfico y del comercio en el que se desarrolla lo humano.
Estos tres gruesos trazos –ciego, mendigo y en la orilla- describen al hombre no hombre, al deshumanizado por una sociedad que lo ignora. No grites, no molestes, desaparece, déjanos tranquilos y en paz. Tú no estás invitado a esta fiesta.
Itinerario. El ciego grita y cuando lo quieren acallar, grita más. No es conformista. Intuye que transitar libremente por el camino de la vida es demasiado hermoso para renunciar a él, así no más. Y grita, aunque lo aplasten.
Cuando se siente llamado y lo animan -¡qué facilidad la de Jesús para trasformar a los que quieren ignorar al ciego en colaboradores de su acción!-, el ciego realiza tres pequeños-grandes actos difíciles para cualquiera pero casi imposibles para é:
“ Dejó el manto ”. El manto, la única protección del mendigo itinerante en los fríos caminos de Palestina. A esto renuncia el ciego que quiere ver y ser discípulo. Lo deja todo. No como el rico de hace dos domingos.
Salta . ¿Imaginan a un ciego dando un brinco? Se arriesga. Se apresura por llegar a donde Jesús lo llama. Su confianza es total. Jesús es su Lazarillo, el Mesías, el Salvador, el Hijo de David. Y del otro lado están los brazos amorosos del Padre. No se ven. Pero el ciego los siente. Por eso salta. ¿Cómo de presurosa es nuestra respuesta a la llamada del Señor?
Se acerca al Señor . Su vida a partir de ahora no será cómoda. Pero será vida. No anda con remilgos a la hora de pedir. No solicita una limosna. A la pregunta del Señor, ¿qué quieres que haga por ti?, responde con descaro: quiero ver , Señor. La ceguera es la raíz de todos sus males, de estar sentado a la orilla del camino. Ver es el principio de una vida humana, digna, plena .
En la mente del evangelista, es claro que esta visión es la fe. Es la confianza en el Señor. “Anda, tu fe te ha curado” es la frase llave de este Evangelio. La curación va unida a un imperativo: Anda. El Señor cura, pero exige al discípulo caminar.
Estado final. No es un estado de comodidad y quietud el del discípulo Ya no puede permanecer sentado. El discípulo sigue a Jesús por el camino. Jesús se ha hecho camino. Esa es la tarea del discípulo: seguir al Señor hasta la Cruz. De ahí que no sea fácil la fe y, por lo mismo, muchas veces nosotros no queremos ver. Nuestra sociedad se niega a ver. Y a escuchar. ¿Habrá que ponerse vendas –como los soldados de Ulises- para no escuchar los cantos de sirena del mundo actual y, a cambio, poder escuchar la voz suave del Señor que sigue pasando y sigue llamando? ¿Para poder ver, aunque el horizonte del camino sean la tres cruces del Calvario? Vale la pena, tras la Cruz está la Vida . No hay otro camino que desemboque en ella.

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios
Dame, Señor una mirada limpia, para verte y seguirte por el camino.
PARA LLEGAR A SERVIR, HAY QUE APRENDER A SUFRIR
Domingo vigésimo noveno ordinario
Dos de los discípulos de Jesús, valiéndose de su especial amistad con él (junto con Pedro eran los que le acompañaban como testigos en momentos singulares como la Transfiguración o la resurrección de la hija de Jairo), quieren gozar de los puestos de mayor honor en su Reino, que ellos intuyen y desean como un reino de gloria. Los otros se enojan, en el fondo porque albergan las mismas pretensiones.
Jesús los reúne y para que su reunión pueda llegar a ser un día unión permanente, les ofrece una instrucción de hondo calado: “los jefes de las naciones las dominan o tiranizan”. Es la dinámica lógica del poder y su tendencia natural. En ella querían entrar también sus discípulos. Pero el Señor les dice: “entre ustedes nada de eso”.
Jesús está enviando a sus discípulos, les hace apóstoles. Ahora bien, el enviado de Jesús ha de seguir sus propios pasos, los del que les envía. Por tanto, no han de pretender ser servidos sino servir. Es la “inversión mesiánica” o el “rodeo cristológico”. Dicho vulgarmente, es poner la mesa patas arriba. Los últimos primeros y los primeros últimos. La sociedad se transformará –también la Iglesia- no desde el poder sino desde el servicio. El Maestro y Señor se pone de rodillas ante los discípulos para lavarles los pies.
Hoy es el día del Domund. Bien distinto, por cierto, al Domund de mi infancia, cuando los niños salíamos por las calles con aquellas huchas exóticas que representaban negritos, indios pieles rojas o indígenas del altiplano. Con dinero o sin dinero, lo que el Señor quiere por encima de todo es que sus enviados, sus apóstoles, sirvan al hombre, especialmente al hombre del tercer mundo.
De otro modo, al hombre empobrecido, sin trabajo y sin medios para sustentar su familia; la enfermo y al anciano; al confundido con el ruido de la gran ciudad, sin alma ni compasión; más confundido aún con la vociferación de mchas confesiones religiosas con mensajes ininteligibles, plagados con frecuencia de amenazas; al caminante perdido en sus preocupaciones, lejos de todo sentido trascendente de la vida y que bastante tiene con sobrevivir.
En panorama tan desolador, pensar en primeros puestos, buscando honores para sí mismo, cualquier forma de escalar posiciones o buscar beneficio personal o privilegios suena para los creyentes a blasfemia. Sólo vale escuchar y servir.
Desde las dos primeras lecturas de hoy, el no he venido a ser servido sino a servir, resuena con armónicos agudos y penetrantes:
- Mi siervo, el justo traerá a muchos la salvación cargando con las culpas de ellos. Y con su dolor. Quien pretenda redimir a alguien sin asumir sus sufrimientos está muy equivocado. Nadie que quiera servir puede quedar incontaminado.
- El Sumo Sacerdote que penetra en los cielos es el que ha sido probado en todo como nosotros. Ha compartido nuestra suerte. Cualquier segregación sacerdotal, en aras de una pureza mayor o de lo que sea, puede casar bien con el sacerdocio pagano o levítico, nunca con el sacerdocio cristiano. Como Jesús en el Jordán, el discípulo-misionero ha de ponerse en la cola de los pecadores. No hay otra forma de seguir a Jesús que aprendiendo la obediencia con el sufrimiento. Sólo quien sabe sufrir aprenderá a servir.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
El Lavatorio. Detalle. Tintoretto.
Museo del Parado